Bienvenidos al "Instituto de Ciencias y Culturas Indígenas"
Hace poco tiempo, los grandes países capitalistas se regocijaban del triunfo imponente del proyecto neoliberal en América Latina y en Centro América, ponían como un ejemplo de tales éxitos a México, Argentina, Perú, Brasil, etc.; decían en sus discursos, que los países que no ingresen al proyecto neoliberal, se iban a quedar fuera y sumidos en el atraso y la postergación social, porque iban a perder competencias comerciales, económicas y políticas. Sin embargo, no pasó mucho tiempo y vino el efecto Tequila en México, es decir, la fuga de capitales de las empresas privadas al exterior ; capitales que según los neoliberalistas debía reinvertirse en ese país, también apareció el conflicto de Chiapaz; luego vino el destape de la corrupción a gran escala del Gobierno neoliberal de Fujimori y la incontenible crisis Argentina, caracterizada por la fuga de capitales, el congelamiento bancario o corralito de los fondos del pueblo, los excesos de corrupción y las mafias del gobierno menemista; a estos problemas socio-políticos se suman la crisis del gobierno uruguayo y los reiterados fracasos de los gobiernos ecuatorianos de A. Bucaran y de J. Mahuad que han sido expulsados del poder por el Movimiento indígena y otros sectores sociales.
Entonces, żen dónde está el éxito del proyecto neoliberal? żEn dónde está el primer mundo argentino que hablaba Menen? żQué es lo que realmente está pasando con el proyecto neoliberal en America Latina? Y żcómo podemos entender la actual coyuntura internacional?
A simple vista, es evidente que el proyecto neoliberal en Amèrica Latina ha fracasado, porque son propuestas impuestas desde los grandes países capitalistas, con el único fin de lograr controlar los mercados y las economías de los países en desarrollo y mantener su hegemonía y dominación neocolonial; luego, con el fracaso en Argentina, Uruguay, Ecuador, etc. queda demostrado que la estrategia de la economía burguesa para privatizar los recursos principales de todos los países, bajo el slogan de generar riqueza, empleo, reinversión y desarrollo. Este discurso, en la practica a mediano plazo, se vuelve una arma letal en contra de los gobiernos, sociedades y pueblos, debido a que los grandes monopolios exigen condiciones jurídicas, económicas y políticas que les garanticen acumular grandes capitales que luego no son reinvertidos, sino que se van a parar en los grandes bancos europeos.
Otra de las razones por las que fracasa el proyecto neoliberal, es que las grandes transnacionales no toman en cuenta las propias condiciones sociales, económicas y políticas de cada país, porque el objetivo no es lograr un desarrollo planificado y sostenido de tales economías, sino imponer que tales países acepten una serie de condicionamientos políticos y varias medidas económicas para que garanticen la inversión y la acumulación de los monopolios internacionales.
Frente a esta propuesta neoliberal, żqué es lo que está pasando en Argentina, Venezuela, Bolivia, Brasil y Ecuador? żAcaso, nos aproximamos a un cambio en la correlación de fuerzas políticas en nuestro continente? O, żse trata de procesos de funcionalización e integración dentro de la propia lógica capitalista? Para analizar, veamos brevemente el caso de Venezuela y Bolivia.
En el caso de Venezuela, Chávez ha impulsado «la Revolución Bolivariana», los comités bolivarianos y su gobierno han emprendido varias reformas constitucionales y sociales a favor de los sectores populares, campesinos e indígenas; hechos que van en contra de los intereses de la burguesía venezolana, la misma que ha utilizado varios mecanismos, incluído el apoyo del gobierno norteamericano; todo para sacarle del poder al presidente Hugo Chávez. Aquí, bién podríamos hablar de un gobierno reformista y progresista a favor de los sectores populares y con gran apoyo popular, aunque la participación política de la sociedad todavía sea mínima.
Respecto a Bolivia, sin duda, Evo Morales representa un liderazgo con identidad indígena y se ha posicionado políticamente dentro del escenario formal, en contra de todo pronóstico de los famosos politólogos y de las típicas encuestas de opinión; ha realizado una campaña modesta en recursos y en propaganda y sin embargo ha derrotado a los de siempre, a la derecha servil y corrupta con toda su maquinaria electoral y empresarial. En segundo lugar, las elecciones presidenciales, en realidad es un triunfo histórico para Bolivia y para los demás países hermanos, por ello es importante conocer algunos elementos de su discurso y ver cuáles son las enseñanzas e interrogantes que deja para todos los movimientos sociales del continente? En primer lugar, esta claro que su posición política y la de su organización es la reorientación y transformación social y política de Bolivia hacia la construcción de una sociedad socialista tomando como ejemplo, los logros de la revolución cubana, su dignidad y su autonomía política frente al gobierno norteamericano; es justamente esta visión política, más allá de que se concrete a corto plazo, la que preocupa, incomoda y duele al gobierno de Bush y a sus clientelas empresariales bolivianas, razón por la cual, el Embajador Norteamericano en Bolivia emprendio una dura campaña para presionar a los congresistas o legisladores para que voten en contra de la candidatura de Evo Morales, porque atenta contra los intereses económicos y políticos de E.U. y de esa manera neutralizar y paralizar esta propuesta política del pueblo boliviano.
Otra de las cosas que preocupa al gobierno norteamericano, son las declaraciones de Evo Morales, el mismo, que respecto a E.U., por una lado ha dicho que no quiere romper las relaciones diplomáticas con este país, pero por otro lado, ha sostenido que estas relaciones tienen que darse en un marco de respeto y de autonomía, sin injerencia y condicionamientos en los asuntos económicos, en las fuerzas armadas y policía y, con una salida inmediata de la DEA del territorio Boliviano, entre otras cosas, es decir, el Movimiento hacia el Socialismo plantea el ejercicio de un gobierno étnico y de clase con autonomía política y económica de los Estados de Unidos; quizás estas declaraciones, más allá de los resultados electorales obtenidos, marquen un sentido de realidad ética-política en el contexto latinoamericano, ya que ningún candidato presidencial ni gobernante latinoamericano, en los últimos tiempos, excepto Fidel Castro, ha tenido la firmeza y la valentía de proclamar algunas verdades al imperio y desde los cuatro vientos y en tan solo tres minutos.
Desde otro punto de vista, debemos tener presente que el actual momento en Bolivia trae aparejado algunas interrogantes, como por ejemplo, żes posible transformar las estructuras sociales desde la vía electoral? O, żes una forma política muy sutil de incorporarse dentro de la misma lógica capitalista? Acaso se pueden modificar sustancialmente las relaciones con los Organismos Financieros Internacionales como el FMI, BM, BID, Club de París, etc., o żel poder presidencial a tomarse, servirá para seguir aceptando nuevos condicionamientos económicos con los responsables directos de estas crisis de los países latinoamericanos? En fin, lo del MAS boliviano, pese a estos cuestionamientos, vuelve a poner en remojo a las viejas estructuras de la democracia burguesa, a los mecanismos clientelares, a la forma caduca de representación a través de los típicos partidos políticos, etc., es decir, en su acción queda nuevamente reafirmado que el sistema capitalista no es una opción política para la mayoría de los sectores sociales explotados de Abya-Yala y consolida en nuestro continente, la presencia política del Movimiento Indígena junto con otros sectores sociales explotados, un proceso que tiene que caminar hacia una construcción de una verdadera opción de transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas de las sociedades latinoamericanas.
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Gilbertt Achcar*
desde París
«Los atentados proporcionaron a la administración Bush, la más reaccionaria en la historia del país, el pretexto ideal, la nueva cobertura ideológica -por fin encontrada- para el expansionismo imperial de Estados Unidos».
La segunda mitad del siglo XX puede dividirse en dos partes en lo que toca a la intervención militar directa de Estados Unidos en el mundo: en la primera fase, que va desde el comienzo de la guerra de Corea en 1950 a la retirada de las tropas norteamericanas de Vietnam en 1973, Washington desplegó tropas y desencadenó guerras y operaciones más limitadas en nombre de la cruzada anticomunista. El imperativo de la «contención del totalitarismo» bastaba como cobertura ideológica pa-ra la defensa y extensión armadas del dominio imperial de Estados Unidos.
La derrota norteamericana en Vietnam fue en gran medida una derrota ideológica. El ejército norteamericano no fue derrotado por los vietnamitas, y no podía serlo dada la desproporción de las fuerzas en lucha. Tuvo que ser retirado en 1973 debido a la presión de una combinación de factores que hicieron insostenible mantener la agresión estadounidense. Entre ellas el formidable movimiento contra la guerra que se desarrolló en el mundo occidental y, en primer lugar, en los mismos Estados Unidos, que demostró la fuerte erosión de la legitimación anticomunista de las expediciones imperiales norteamericanas.
Durante más de quince años, Washington quedó paralizado por el famoso «síndrome vietnamita», tanto que el imperio norte-americano perdió una de sus piezas claves en 1979, en Irán, y se vio humillado en Ni-caragua, mientras su competidor soviético se lanzaba en Afganistán en la primera incursión fuera de su zona de control directo desde 1945. Washington solamente pudo reaccionar de manera indirecta, a través de los contras en Nicaragua y de los rnudjahines en Afganistán. La retórica del «Imperio del Mal» desplegada por Ronald Reagan a partir de 1981, permitió encubrir el colosal gasto militar. El expansionismo soviéti-co fue invocado como justificación para un «rearme» norteamericano que la opinión pública interna podía tolerar como una medida «defensiva». Reagan no estuvo en condiciones de reiniciar el intervencionismo directo.
«Legitimaciones ideológicas para el intervencionismo»
Después de la operación correspondió al sucesor de Reagan, George Bush padre, la tarea de probar nuevas legitimaciones ideológicas para el intervencionismo. Después de la operación «Causa Justa» en Panamá, 1989, bajo el doble pretexto de la lucha contra la droga y la promoción de la democracia, Bush pudo encabezar la expedición imperial más masiva desde Vietnam: La guerra del Golfo contra Iraq. Ese episodio significó un paso decisivo en la superación del «síndrome vietnamita» y contó con la aprobación de la opinión pública y del Congreso de Estados Unidos no solamente por la importancia de los intereses en juego sino también debido a la cobertura ideológica ofrecida por Na-ciones Unidas, con la complicidad activa de Moscú y la aprobación pasiva de Pekín. Estados Unidos se erigió en campeón de «un nuevo orden mundial» fundado en el derecho internacional y sus instituciones.
Sin embargo, la nueva luna de miel entre Washington y Naciones Unidas, que llegaba después de años de separación conflictiva, duró poco: después del Golfo en 1990-1991, Estados Unidos emprendió una serie de intervenciones menores -Somalía desde 1992, Haití en 1994- con aprobación de la organización internacional. La «hoja de parra» era tanto más ilusoria porque el Pentágono se arrogaba el derecho a intervenir bajo su propio mando, con la bandera de las barras y estrellas y sus propios cascos a diferencia de los otros países participantes que lo hacían como contingentes de Naciones Unidas, con cascos azules y bajo la ban-dera azul de la organización.
El conflicto de los Balcanes por ocurrir en Europa y estando allí los principales interesados, hizo que Washington eligiera a la OTAN como elemento de recambio para dotar su intervención militar de virtudes «multilaterales». La Alianza Atlántica tenía la virtud de haber sido establecida sobre relaciones de hegemonía, sin ambigüedad, entre la potencia más poderosa y sus quince vasallos, que pasaron a ser 18 en la primera fase de su expansión hacia el Este. Fue la OTAN, entonces, la que dirigió los ataques aéreos contra Bosnia en 1995 y en la guerra de Kosovo en 1999. La doble violación de la Carta de Naciones Unidas y del Tratado del Atlántico impedía -es claro- que se invocara el derecho internacional.
Para justificar la intervención militar norteamericana en los Balcanes se imponía una nueva cobertura ideológica, dirigida especialmente a la opinión norteamericana. Fue la «guerra humanitaria». El gobierno de Clinton y sus socios europeos de la «tercera vía», utilizaron abundantemente el argumento apelando a los sentimientos más nobles de sus pueblos. La astucia era perversa y demasiado evidente la debilidad del pretexto humanitario.
Recién instalado en la Casa Blanca, George W. Bush que-ría definir una nueva doctrina intervencionista más conforme a los intereses imperialistas y menos vulnerable ideológicamente. Estaba en esa búsqueda cuando ocurrieron los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ese día transformó a un presidente impopular y muy mal elegido en jefe de unos Estados Unidos arrebatados por el fervor patriótico. Pero, sobre todo, al darle credibilidad a la «guerra contra el terrorismo» como objetivo prioritario, los atentados proporcionaron a la administración Bush, la más reaccionaria en la historia del país, el pretexto ideal, la nueva cobertura ideológica -por fin encontrada- para el expansio-nismo imperial de Estados Unidos.
La «guerra contra el terrorismo» tiene la gran ventaja de permitir al gobierno norteamericano fijar los blancos discrecionalmente. Es Washington el que coloca unilateralmente la etiqueta, de acuerdo a sus jntereses del momento. Como bien lo ha demostrado el episodio de la definición del «eje del mal», la administración Bush no está dispuesta a compartir esta nueva prerrogativa ni siquiera con sus vasallos más fieles. Y como lo demostró ampliamente la guerra de Afganistán, Estados Unidos no se molesta en compartir las decisiones operacionales con nadie ni siquiera con sus aliados de la OTAN.
Con la «guerra contra el terrorismo» casi no existen contradicciones «éticas» posi-bles. Dos ejemplos lo ilustran. El primero, Turquía. Este aliado ha sido elegido por Washington por su interés geoestratégico que lejos de desaparecer después de la caída de la URSS se ha hecho más importante en la medida en que ahora es posible para Estados Unidos el acceso a los hidrocarburos del Cáucaso y del Asia Central.
Otro ejemplo: en la óptica de la «guerra humanitaria», los palestinos podían, también, ser comparados con los kosovares. Ahora las formas más visibles de su combate son designadas como «terroristas» y en la categoría de «terrorista» están colocadas varias de sus organizaciones. Y eso a pesar de que la población palestina desde hace más de medio siglo, está sometida al terrorismo de Estado israelí, que viola abiertamente el derecho internacional y las instituciones regidas por ese derecho.
«Israelización» de la conducta internacional de Estados Unidos
La «guerra contra el terrorismo» permite a Bush, sin peligro de contradicción o de la obstaculización, sostener a aliados como el dictador paquistaní Musharraf, el déspota uzbeko Karimov, el chovinismo militar tur-co y al criminal de guerra Sharon. De hecho, Estados Unidos imita ahora las prácticas de estos campeones tradicionales de la «guerra contra el terrorismo», en particular las que aplica su protegido israelí. Se ha producido una verdadera «israelización» de la conducta internacional de Estados Unidos que se articula en torno a principios tales como las represalias masivas, golpes «preventivos» y la violación abierta y sistemática de los derechos humanos y la legislación democrática, incluida la suya propia. Digamos, de paso, que el Estado de Israel se ha puesto a la vanguardia con una legislación que autoriza la tortura física en determinadas condiciones, lo que no debería tardar de imitar Estados Unidos.
La «guerra contra el terrorismo» ofrece también la justificación de que sirve para legitimar las prácticas represivas en el seno mismo de los Estados imperialistas. En los países occidentales, tanto en América del Norte como en Europa Occidental, la «guerra contra el terrorismo» ha servido de pre-texto para la introducción de medidas atentatorias contra las libertades públicas y los derechos humanos, para las cuales la Patriot Act de Estados Unidos ha servido de modelo. Y no ha sido una coincidencia si estas medidas han sido adoptadas en medio de una escalada represiva contra el movimiento de resistencia a la mundialización neoliberal.
Un momento culminante en esta escalada emcabezada por Washington ha sido la creación en Francia de un «Ministerio de la Seguridad», inspirado en la Homeland Securitv de Estados Unidos, un superminis-terio que manejará el conjunto de las fuerzas armadas, la policía y la seguridad que operan en territorio francés. Un paso impor-tante en el reforzamiento del Big Brother militarpolicial.
*Tomado del quincenario chileno Punto Final
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Noam Chomsky*
«Las sociedades más democráticas, incluido Estados Unidos, instituyeron medidas para imponer una disciplina a su población y para establecer medidas impopulares con el pretexto de «combatir el terror», explotando la atmósfera de miedo y la exigencia de «patriotismo». En la práctica, esto significa: «Tú te callas y yo prosigo con mi agenda inexorablemente». El gobierno de Bush utilizó la oportunidad para expandir su asalto contra la mayoría de la población y las generaciones futuras, para servir a los obtusos intereses corporativos que dominan su gobierno a un grado que va más allá de la norma»
Se arguye ampliamente que los ataques terroristas del 11 de septiembre cambiaron el mundo en forma dramática, que nada será igual conforme se entra a una «era de terror» -título de una colección de ensayos académicos preparados por investigadores de la Universidad de Yale y otras personas, que consideran que el ataque con ántrax es aún más ominoso.
Nadie duda que las atrocidades del 11 de septiembre fueran un suceso de importancia histórica, no por su escala -por desgracia-, sino por elegir a víctimas inocentes.
Se sabía, desde hace algún tiempo, que con la nueva tecnología los potencias industriales perderían probablemente su virtual monopolio de la violencia, para mantener únicamente una enorme preponderancia. Nadie hubiera anticipado la manera particular en que tales expectativas se cumplirían, pero se cumplieron.
Por vez primera en la historia moderna, Europa y sus vástagos fueron sometidos, en suelo propio, a la clase de atrocidades que por rutina cometen ellos en alguna otra parte. Revisar tal historia sería demasiado familiar, y aunque Occidente tiende a menospreciarla, las víctimas no.
El agudo quiebre de la tendencia tradicional seguramente califica al 11 de septiembre como un suceso histórico y las repercusiones son por cierto muy significativas. Pero varias preguntas surgen de golpe:
1. ¿Quién es responsable? 2. ¿Cuáles son los motivos? 3. ¿Cuál es la reacción adecuada? 4. ¿Cuáles son las consecuencias a largo plazo?
¿Quién es responsable?
Se ha asumido, es plausible, que los culpables son Bin Laden y su red de Al-Qaeda. Nadie sabe mejor quiénes son ellos que la CIA que, junto con sus contrapartes de los países aliados de Estados Unidos, reclutaron a islamitas radicales de muchos países y los organizaron como fuerza militar terrorista, no para ayudar a los afganos a resistir la agresión soviética, lo cual habría sido un objetivo legítimo, sino por las usuales razones de Estado que tuvieron sombrías consecuencias para los afganos una vez que los mujaidines tomaron el control.
Es seguro que la inteligencia estadounidense seguía de cerca las atrocidades de estas redes, mucho más de cerca desde que asesinaron al presidente egipcio Anuar Sadat hace 20 años, y de manera intensa desde el atentado que voló el World Trade Center y otros objetivos muy ambicionados por los terroristas en 1993. No obstante, aunque sea esta la investigación internacional más intensa en la historia de los servicios de inteligencia, no ha sido fácil hallar evidencias que identifiquen a los perpetradores de los ataques del 11 de septiembre. Ocho meses después de los bombazos, el director de la FBI, Robert Mueller, «cree» que el complot se tramó en Afganistán, pero se planeó e instrumentó en alguna otra parte. Y mucho después de que la fuente del ataque con ántrax se localizó en los laboratorios estadounidenses fabricantes de armamento, sigue sin ser claro su origen. Esto nos indica lo difícil que será nulificar en el futuro los actos terroristas dirigidos contra los ricos y los poderosos. Sin embargo, pese a lo débil de la evidencia, la conclusión inicial en torno al 11 de septiembre podría ser correcta.
¿Cuáles son los motivos?
La academia es virtualmente unánime en situar a los terroristas en su mundo, lo cual en su opinión empata con sus acciones durante los últimos veinte años: el objetivo, dicen, es arrojar a los infieles de las tierras musulmanas, derrocar a los gobiernos corruptos que ellos imponen y mantienen, e instituir una versión extremista del Islam.
Al menos para quienes esperan reducir la probabilidad de futuros crímenes de naturaleza semejante, lo más significativo son las condiciones de contexto de las que surgieron las organizaciones terroristas, lo que proporciona una amplia reserva de entendimiento compasivo hacia algunos segmentos de su mensaje, incluso de parte de algunos que los desprecian o los temen.
Para ponerlo en el tono plañidero de George Bush: «¿Por qué nos odian?» La pregunta no es nueva y las respuestas no son difíciles de hallar. Hace 45 años el presidente Eisenhower y su equipo discutían lo que él llamaba «la campaña de odio contra nosotros» en el mundo árabe, «no de los gobiernos sino de la gente». El motivo principal, advertía el Consejo de Seguridad Nacional, proviene de haberse dado cuenta que Estados Unidos respalda a gobiernos corruptos y brutales que bloquean la democracia y el desarrollo, en aras de la preocupación por «proteger sus intereses petroleros en el Medio Oriente». El Wall Street Journal encontró casi lo mismo cuando indagó en las actitudes de los musulmanes occidentalizados después del 11 de septiembre: sentimientos que hoy son exacerbados por las políticas específicas de Estados Unidos en torno a Israel-Palestina, e Irak.
Los comentaristas prefieren, por lo general, una respuesta más reconfortante: su rabia está anclada al resentimiento de nuestra libertad y nuestro amor por la democracia, a sus fracasos culturales que datan de siglos, a su incapacidad de formar parte de la «globalización» (en la cual participan felices), y a otras deficiencias semejantes. Respuesta reconfortante, pero nada sabia.
¿Cuál es la reacción adecuada?
Las respuestas son debatibles, sin duda, pero por lo menos tendrían que empatar con las más elementales consideraciones morales: específicamente, ¿si una acción es, para nosotros, correcta, es correcta para los demás; si es incorrecta para los otros, es incorrecta para nosotros? Quienes rechazan esa consideración declaran llanamente que los actos los justifica el poder; puede entonces ser ignorada en cualquier discusión que aborde lo apropiado, lo correcto o equivocado de una acción. Uno se preguntaría entonces qué queda de la avalancha de comentarios (los debates acerca de la «guerra justa», etcétera) si adoptamos este criterio simple.
Ilustremos el punto con algunos casos incontrovertibles. Han pasado cuarenta años desde que el presidente Kennedy ordenó tender «los terrores de la tierra» sobre Cuba hasta que su liderazgo fuera eliminado, una vez perdidos los modales ante la exitosa resistencia a la invasión patrocinada por Estados Unidos.
Los terrores fueron muy serios, y continuaron entrados los noventa. Veinte años han transcurrido desde que el presidente Reagan lanzó una guerra terrorista contra Nicaragua, perpetrando bárbaras atrocidades y vasta destrucción, con el resultado de decenas de miles de muertos y un país arruinado -tal vez sin recuperación posible- lo que condujo también a que la Corte Mundial y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenaran por terrorismo internacional a Estados Unidos (resolución que vetó dicho país). Pero nadie cree que Cuba o Nicaragua tuvieran el derecho a poner bombas en Washington o Nueva York, o a asesinar a líderes políticos estadounidenses. En fin, sería muy fácil agregar casos más severos que llegan hasta el presente.
Para aquellos que aceptan las más elementales consideraciones morales, es difícil demostrar que Estados Unidos y Gran Bretaña estuvieron en lo justo al bombardear a los afganos para forzarlos a entregar a personas que Estados Unidos sospecha que cometieron actos criminales. Este fue el objetivo oficial de la guerra, anunciado por el presidente cuando comenzó el bombardeo. O que derrocaran a sus gobernantes, objetivo de guerra anunciado semanas más tarde.
El mismo criterio moral es aplicable a propuestas más matizadas de lo que entraña una respuesta apropiada a las atrocidades terroristas. El reconocido historiador de asuntos militares anglo americano, Michael Howard, propuso «una operación policial conducida bajo los auspicios de Naciones Unidas… en contra de una conspiración criminal, para perseguir a sus miembros y traerlos ante una corte internacional en la que enfrenten un juicio justo, y de encontrarlos culpables, se les aplique la sentencia adecuada» (Guardian, Foreign Affairs). Suena razonable, pero cuál sería la reacción si sugiriéramos que dicha propuesta se aplicara universalmente. Sería impensable, despertaría enfurecimiento y horror.
Preguntas semejantes surgen en torno a la «doctrina Bush»: «el golpe previsor» contra presuntas amenazas. Hay que recordar que la doctrina no es nueva. Casi todos los planificadores de alto nivel son restos del gobierno de Reagan que argumentaban entonces: que el bombardeo de Libia era justificado bajo la premisa de Naciones Unidas de «la autodefensa contra un ataque futuro». Los planificadores de Clinton aconsejaban una «respuesta disuasiva» (incluido el primer ataque nuclear). Y la doctrina en cuestión tiene antecedentes más remotos. Lo que es novedoso, sin embargo, es la afirmación cruda de tal derecho, y no es secreto contra quién se dirige la amenaza. El gobierno y los comentaristas se esfuerzan en expresar a voz en cuello que pretenden aplicarle dicha doctrina a Irak.
El elemental criterio de universalidad, por lo tanto, parecería justificar que Irak lanzara un terrorismo disuasivo contra Estados Unidos. Por supuesto, nadie acepta este supuesto. De nuevo, si estamos dispuestos a adoptar principios morales elementales, nos surgen preguntas obvias y deberemos enfrentar a quienes pregonan o toleran la versión selectiva de la doctrina de la «respuesta disuasiva», que otorga a los suficientemente poderosos el derecho de ejercerla con gran desdén hacia lo que el mundo pueda pensar. El peso de las pruebas no es leve, como lo es para quien pregona o tolera la amenaza o el recurso a la violencia.
Hay siempre, por cierto, la salida fácil ante estos argumentos: nosotros somos buenos, ellos son malvados. Este útil principio atropella cualquier argumentación. El análisis de los comentarios y mucho de la academia revela que la fuente del problema radica en ese crucial principio, que no se argumenta, se afirma.
Ocasionalmente, pero como rareza, hay criaturas irritantes que confrontan este principio central documentando la historia reciente y contemporánea. Aprendemos más de las normas culturales imperantes si observamos la reacción, y el interesante despliegue de barreras que se erigen para impedir una recaída así en esta herejía. Nada de esto, por supuesto, es invención de los centros contemporáneos del poder ni de la cultura intelectual dominante. No obstante, merece atención, al menos entre los que tenemos interés por entender dónde estamos y qué nos espera.
¿Cuáles son las consecuencias a largo plazo?
Pensando en el largo plazo, sospecho que los crímenes del 11 de septiembre acelerarán tendencias que ya tienen trecho recorrido: la doctrina Bush que acabo de mencionar ilustra el punto.
Como se predijo alguna vez, en todo el mundo los gobiernos tomaron el 11 de septiembre como ventana de oportunidades para instituir o escalar sus programas de severidad o represión. Ansiosa, Rusia se unió a la «coalición contra el terror», esperando recibir autorización para continuar sus terribles atrocidades en Chechenia y no se desilusionó.
Alegremente, China se unió, por razones semejantes. Turquía fue el primer país en ofrecer tropas para la nueva fase de la «guerra al terrorismo» de Estados Unidos, en agradecimiento, como explicara su primer ministro, por la contribución estadounidense a la campaña turca contra la población kurda, reprimida miserablemente. Una guerra tendida con salvajismo extremo gracias al flujo enorme de armas estadounidenses. A Turquía se le felicita ampliamente por sus logros en estas campañas de terror estatal, incluidas algunas de las peores atrocidades cometidas en los sombríos noventa, y se le concedió la autoridad para proteger Kabul del terrorismo, con patrocinio de la misma super potencia que le ha dispuesto los medios militares y el respaldo diplomático e ideológico para cometer sus actuales atrocidades. Israel ha reconocido que estaría en condiciones de aplastar a los palestinos, aún más brutalmente, con un apoyo más firme de Washington. Y así por todo el mundo.
Las sociedades más democráticas, incluido Estados Unidos, instituyeron medidas para imponer una disciplina a su población y para establecer medidas impopulares con el pretexto de «combatir el terror», explotando la atmósfera de miedo y la exigencia de «patriotismo». En la práctica, esto significa: «Tú te callas y yo prosigo con mi agenda inexorablemente». El gobierno de Bush utilizó la oportunidad para expandir su asalto contra la mayoría de la población y las generaciones futuras, para servir a los obtusos intereses corporativos que dominan su gobierno a un grado que va más allá de la norma. En suma, las predicciones iniciales están ampliamente confirmadas.
Uno de los logros principales es que por primera vez Estados Unidos tiene bases importantes en Asia Central. Estas son cruciales para posicionar favorablemente a las multinacionales estadounidenses en el «gran juego» actual por controlar los considerables recursos de la región, pero también para completar el cerco que tiende sobre los mayores recursos energéticos del mundo, situados en la región del Golfo. El sistema de bases estadounidenses que tiene en la mira al Golfo se extiende del Pacífico a las Azores, pero la base más útil antes de la Guerra de Afganistán fue la de Diego García. Ahora, su situación ha mejorado tanto que si se considera apropiada una intervención, su despliegue será mucho más fácil.
El gobierno de Bush percibe esta fase de la «guerra contra el terrorismo» (que de tantas formas replica la «guerra contra el terrorismo» declarada por el gobierno de Reagan de veinte años atrás) como la oportunidad para expandir sus ventajas militares, ya de por sí avasalladoras, al resto del mundo, para después pasar a otros métodos que le aseguren el dominio global.
El pensamiento del gobierno estadounidense fue expresado con claridad por sus altos funcionarios cuando el príncipe Abdullah de Arabia Saudita visitó Estados Unidos en abril. Su propósito era hacerle ver al gobierno que debía prestar más atención a las reacciones del mundo árabe ante el respaldo tan fuerte que otorgaba al terror y la represión israelí. Se le contestó que, en efecto, a Estados Unidos no le importaba lo que los otros árabes pensaran. Según lo reportó el New York Times, uno de los funcionarios aclaró: «si le pareció que estábamos fuertes en la Tormenta del Desierto, ahora somos diez veces más fuertes. Esto fue para darle una idea de lo que Afganistán significaba en cuanto a nuestras capacidades». Un viejo analista en asuntos de defensa lo glosó con simpleza: otros «nos respetarán por nuestra rudeza y no se meterán con nosotros». Esa postura tiene por igual muchos precedentes históricos, pero a partir del 11 de septiembre cobra renovada fuerza.
No contamos con documentos internos, pero es factible especular que tales consecuencias eran uno de los objetivos primordiales del bombardeo de Afganistán: advertirle al mundo de lo que es capaz Estados Unidos si alguno se pasa de la raya.
El bombardeo de Serbia tuvo motivos semejantes. Su objetivo principal fue «asegurar la credibilidad de la OTAN», como nos explicaron Blair y Clinton-y no se referían a la credibilidad de Noruega o Italia, sino a la de Estados Unidos y la de su mayor cliente militar.
Esto es asunto común en el arte de gobernar y en la literatura de las relaciones internacionales; y tiene sus razones, como nos revela la historia ampliamente. Para terminar, los aspectos básicos de la sociedad internacional parecen continuar como estaban, pero sin duda el 11 de septiembre indujo cambios. En algunos casos, las implicaciones son importantes, pero no muy prometedoras.
*Tomado de www.indymedia.mexico. Traducción Ramón Vera Herrera. Este capítulo se integrará a la segunda edición del libro 11 de septiembre (New York: Seven Stories Press, 2002). Fue publicado originalmente en la edición de septiembre de 2002 de la revista Aftonbladet en Suecia.
www.jornada.unam.mx/2002/sep02/020906/02
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