Boletín No 11

ICCI

Editorial

Seattle y Ecuador: nuevos procesos de resistencia en la sociedad civil mundial

En el mundo en el que vivimos, lo simbólico adquiere una dimensión fundamental. En ese mundo simbólico, dos eventos recientes se revelan como portadores de una significación especial sobre los tiempos que advienen, el uno es Seattle y la emergencia de una sociedad civil global; el otro es la emergencia política del movimiento indígena ecuatoriano, que en el mes de enero destituyó al Presidente demócrata-cristiano Jamil Mahuad y constituyó un efímero gobierno de «Salvación Nacional». La protesta de diversos sectores de la sociedad civil en contra de las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio, OMC, en Seattle, evidenciaron que sobre las democracias existentes, incluso aquellas de Europa y de Estados Unidos, hay un poder real que no está sometido a ningún tipo de control ciudadano. Es el poder financiero avalizado por las multilaterales de crédito y desarrollo, el FMI, el Banco Mundial y la OMC. Es este poder el que ha tomado como rehén a las democracias del mundo entero, y que obliga a los países a competir entre sí para otorgar nuevas seguridades y garantías al capital financiero: tributaciones mínimas, exención de controles fiscales, costos de la fuerza laboral reducidos al mínimo, eliminación de sindicatos y de la contratación colectiva, eliminación de regulaciones sobre el medio ambiente, desconocimiento de las diversidades étnicas, etc. Y es contra esta voluntad omnímoda de someter al mundo entero a las leyes del mercado y al control de los grandes monopolios transnacionales, que diversas organizaciones de la sociedad civil, de diferentes partes del mundo, protestaron en Seattle. Se trata, en definitiva, de constituir una ciudadanía global, que pueda ejercer un control social sobre el poder financiero mundial, y las instituciones y poderes políticos que lo sostienen. Las democracias se construyen desde la ampliación de los espacios públicos y desde el control de la ciudadanía a sus sociedades. La construcción de una sociedad civil mundial, es una utopía que se inscribe cada vez con más fuerza dentro del horizonte de posibilidades de la democracia. En efecto, la globalización no puede ser solo de mercancías y de capitales, es necesario también la mundialización de la democracia, de la ciudadanía participativa y de la conformación de la sociedad civil de carácter planetario. Tal es el núcleo simbólico, cargado de esperanzas, que Seattle permitió vislumbrar. De otra parte, y luego del estancamiento del proceso de Chiapas y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, EZLN, la acción de los indígenas ecuatorianos, incorpora nuevamente al movimiento indígena como el centro de atención de los procesos emergentes. En efecto, en veinte años de democracia en Ecuador, el deterioro de las condiciones de vida ha provocado la extensión de la pobreza que ahora incluye al 80 % de la población total. Durante todo este tiempo, la democracia ha sido el marco político para la imposición de duros paquetes de ajuste macroeconómico y para la privatización del sector público. Al mismo tiempo, en Ecuador, ha sido transparente la connivencia entre las élites económicas y las élites políticas. De hecho, son las mismas élites económicas quienes ejercen el poder político, y realizan una labor corporativa desde el Estado a favor de sus intereses. La democracia, en Ecuador, y en última instancia, ha posibilitado un recambio de las élites en la conducción del gobierno más que una real transformación de la estructura económica. Es por ello que la acción de los indígenas ecuatorianos pone al descubierto esa relación perversa entre las élites económicas y el control del Estado, en un contexto aparentemente democrático. El pedido de los indígenas de disolución de los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo, Judicial), y la conformación de un gobierno de Salvación Nacional, estremece hasta sus cimientos a la actual estructura del poder en Ecuador, a la vez que demuestra los límites que tiene el proyecto de la «democracia» en Ecuador. Ahora, la disyuntiva se traduce sea en un cambio fundamental del modelo económico vigente, que ha radicalizado sus propuestas con la dolarización de la economía ecuatoriana, o en la inestabilidad permanente del sistema, y en el cual la institucionalidad democrática termine por desgastarse definitivamente. Lo que está en juego, en el pedido y en la acción de los indígenas ecuatorianos y de otros sectores de la sociedad civil, es la definición misma de la democracia, a partir de su cuestionamiento radical. O bien la democracia ecuatoriana opta por democratizarse, o su ruptura solamente puede ser cuestión de tiempo. Entonces será necesario crear un nuevo contexto democrático, que supere los límites de la actual democracia formal y que incorpore nuevas formas de participación ciudadana. El futuro de la democracia formal en América Latina, tal es el germen utópico que puede desprenderse de la última acción política de los indígenas en Ecuador. Esperemos que los eventos futuros confirmen las utopías y que un nuevo tiempo pueda vislumbrarse en este inicio de milenio

Las transformaciones políticas del movimiento indígena ecuatoriano

Por: Pablo Dávalos

Los acontecimientos del 21 de enero del 2000, por los cuales el movimiento indígena ecuatoriano, en una alianza con militares de rango medio, logran destituir al presidente domócrata-cristiano, Jamil Mahuad, y constituyen un efímero gobierno de «Salvación Nacional», han colocado al movimiento indígena como uno de los actores políticos más importantes de la actual coyuntura. La importancia política actual del movimiento indígena, no implica necesariamente que la sociedad ecuatoriana, conozca las dinámicas, los procesos y las formas organizativas de los indios. Más bien al contrario, la sociedad expresa un temor ante la emergencia de un actor social y político al que por mucho tiempo se lo había despreciado e, incluso, siempre había sido indiferente para el poder. Ante la insurgencia del movimiento indígena, las respuestas han variado entre el discurso del paternalismo y de la condescendencia, que se corresponde a un discurso de la compasión, y en el cual perviven intactos el racismo y la prepotencia («el reclamo indígena es justo, siempre han sido los preteridos de la sociedad, pero…», «los indígenas han sido manipulados por los militares…», etc.), hasta un discurso claramente oficialista, que excluye la posibilidad de abrir el espacio de lo social hacia nuevas formas de participación y de acción, y que condena enérgicamente la acción política del movimiento indígena como «golpismo», «aventurerismo», etc. La acción de enero es parte de un complejo proceso político interno del movimiento indígena ecuatoriano, que comprende a todo lo largo de la década de los 90’s una serie de transformaciones cualitativas, tanto en su discurso cuanto en sus formas organizativas. Estas profundas transformaciones van emergiendo hacia la sociedad, y su punto de inflexión puede establecerse a partir del levantamiento indígena de 1990, que incorporó a los indígenas como un poderoso actor social en el escenario nacional. De este levantamiento hasta la participación política en 1996, a través de la creación del movimiento político Pachakutik, el movimiento indígena ecuatoriano cambia los ejes fundamentales de su discurso: de la lucha por la tierra, que caracterizó las reivindicaciones del movimiento indígena durante la mayor parte de los años 50-80’s, a la lucha por la plurinacionalidad, es decir, el cuestionamiento a la estructura jurídica del Estado, marcan una importante transformación cualitativa. Sin embargo, el levantamiento de enero del 2.000, que parece cerrar un ciclo de transformaciones políticas del movimiento indígena, se caracteriza por realizar una crítica radical al Estado, que no había estado presente en los levantamientos anteriores más que a nivel retórico. En efecto, el pedido de disolución de los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y poder judicial), y la creación de un gobierno de «Salvación Nacional», en la cual los indígenas tendrían una directa participación, dentro de las propuestas históricas del movimiento indígena (la lucha por la tierra, la plurinacionalidad), se constituye como una ruptura con respecto a las demandas anteriores, y al mismo tiempo inaugura una dimensión nueva dentro de las dinámicas organizativas, aquella del poder. Pero, aquello que otorga un cariz diferente a la propuesta de crítica radical al Estado, e incluso la crítica radical al proyecto de «democracia» que pretende imponerse desde el Estado y desde las élites, es su efectiva puesta en práctica en la coyuntura de enero del 2000. Los indígenas logran una alianza estratégica con militares de rango medio, que transforma radicalmente el panorama político del Ecuador y que cuestiona severamente los límites de la democracia formal. Empero, esta transformación cualitativa plantea una multitud de nuevos problemas, tanto en la formación de discursos, cuanto en la adecuación de las estrategias organizativas. El panorama es aún incierto, pero es indudable la fuerza y el peso actual que tienen las organizaciones indígenas dentro del país. Las demandas por la plurinacionalidad en los noventas: La lucha por la plurinacionalidad es la lucha por el reconocimiento a la diversidad, por el derecho a existir y pervivir en la diferencia fundamental frente al proyecto de la modernidad y frente a la expansión del capitalismo. La plurinacionalidad es el eje estratégico a partir del cual el movimiento indígena articula su discurso, sus prácticas, y sus organizaciones, frente a la sociedad, durante la década de los noventa. La plurinacionalidad implica el respeto a la diferencia. De hecho, el Ecuador se ha estructurado como una sociedad marcadamente racista, autoritaria, intolerante e inequitativa. Dentro de los imaginarios creados por los discursos de poder, lo indígena remite a una simbología de la derrota, de la humillación y del fracaso. La sociedad ecuatoriana se niega a verse en el espejo de su historia, niega sus raíces indígenas, y una de las formas de esa negación es la indiferencia y el desprecio hacia todo el universo simbólico de lo indígena. Es natural, entonces, que la lucha por la plurinacionalidad afecte la formación de los imaginarios sociales y las construcciones simbólicas elaboradas por el poder sobre lo indígena, y afecte también a la estructura misma del poder. Más allá de atacar una parte de la estructura económica, como fue el caso de la lucha por la tierra durante el periodo 1950-1980, la plurinacionalidad extiende las posibilidades de acción social del movimiento indígena hacia otros aspectos, como la educación intercultural bilingüe, el sistema de salud indígena, la reconstitución de los pueblos originarios, etc. Pero, la lucha por la pluriculturalidad se articula también como una lucha política. Dos eventos son claves dentro de este proceso, por una parte la ratificación, en 1997, por parte del Congreso Nacional del Ecuador, del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, y, de otra parte, la conformación de la Constituyente de 1998 que reconoce la existencia de los Derechos Colectivos para los pueblos indígenas. Esto marca una transformación cualitativa, no solo en el campo discursivo de las demandas del movimiento indígena, sino que, además, expresa un complejo y profundo proceso de politización, en el cual las organizaciones indígenas agrupadas al interior de la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), se van constituyendo como un sujeto político con indudable trascendencia para incidir en la política nacional. La incorporación de la figura de los «Derechos Colectivos», dentro de la Constitución vigente, plantea varios problemas que aún no han sido definidos, ni por el movimiento indígena, ni por la sociedad en su conjunto, entre ellos podrían resaltarse, por ejemplo: la armonización con las leyes existentes, los mecanismos de su puesta en práctica, la definición deontológica del sujeto de los Derechos Colectivos, etc. La incorporación de los «Derechos Colectivos» de los pueblos indígenas en la constitucionalidad vigente, pone al desnudo, asimismo, los límites entre el discurso de la democracia y su práctica efectiva. Hasta el presente, la democracia, tal como se ha venido imponiendo, no ha representado ningún avance ni en las condiciones de vida ni en el reconocimiento de la sociedad a lo indígena. Las leyes aprobadas se han convertido en letra muerta cuando se trata de cambiar profundamente la estructura de poder. El movimiento indígena comprueba a lo largo de la década de los noventa, las limitaciones que tiene la propuesta de la plurinacionalidad. Es en este contexto que habría que considerar la coyuntura de 1999, como un periodo en el cual se van redefiniendo las relaciones del movimiento indígena con respecto a sus ejes de acción, sus relaciones con la estructura de poder, al tiempo que se van vislumbrando la emergencia de nuevas propuestas y de nuevos ejes estratégicos. Los levantamientos indígenas en el período 1999 A pesar de las declaratorias de plurinacionalidad del Estado Ecuatoriano, la exclusión, la marginación y la pobreza de los indígenas (cerca del 40% de la población nacional), son evidentes. A la exclusión económica, se añade la exclusión social y la exclusión política. Es precisamente en contra de un modelo excluyente en lo económico y en lo político que se realiza el levantamiento indígena del mes de marzo de 1999. En esta ocasión, los indígenas logran la constitución de «mesas de diálogo» con el régimen, para resolver un conjunto de problemas sociales y económicos de la población indígena y no indígena. A pesar de los comprometimientos adquiridos por el gobierno de la Democracia Popular, en estas «mesas de diálogo», la falta de voluntad política del régimen para lograr acuerdos, deslegitiman estas «mesas de diálogo», y cierran la posibilidad de utilizar al diálogo como vía para superar los conflictos. En efecto, a pesar de que el gobierno había manifestado su compromiso por adoptar una política social y revisar los programas de ajuste; cuatro meses después, el régimen demócrata-cristiano, decide la aplicación de un duro paquete de ajuste económico que contempla, entre otras medidas económicas, la elevación de los combustibles, entre ellos el gas de uso doméstico, la congelación de salarios, y la eliminación total de subsidios sociales. Frente a la aplicación de este paquete de ajuste económico, el movimiento indígena realiza su segundo levantamiento durante el mes de julio de 1999, y, en alianza con otros sectores sociales, entre ellos los taxistas, se logra, finalmente, la revisión del ajuste: el precio de los combustibles y del gas doméstico se congelan por un año, además de arrancar al gobierno la promesa de iniciar políticas sociales. El período que va de julio a diciembre está caracterizado por el intento del régimen demócrata-cristiano de recomponer su fuerza política, lograr acuerdos a nivel parlamentario que le den viabilidad a su propuesta de privatización de los sectores estratégicos de la economía, y neutralizar la capacidad de movilización de los movimientos sociales, entre ellos, al movimiento indígena. El levantamiento de marzo, como aquel de julio, se corresponden a una lógica imperante en la acción política de los movimientos sociales del Ecuador, aquella de constituirse en un contrapoder lo suficientemente fuerte que pueda limitar eficazmente la capacidad de maniobra del régimen. Dentro de esa lógica, la movilización social, debe dar la fuerza necesaria a las propuestas realizadas, y éstas, generalmente, buscan maximizarse con el propósito de abrir un abanico de opciones dentro de las estrategias de negociación. Las «mesas de diálogo», en el mes de marzo, así como la revisión y congelamiento del precio de los combustibles, en el mes de julio, son los acuerdos que permiten medir la fuerza organizativa, de movilización y de negociación, de los actores sociales ante el poder político. En ambas circunstancias, el horizonte de expectativas políticas del movimiento social se amplía, y se logran acuerdos estratégicos entre diferentes actores sociales, además de que las bases, sobre todo del movimiento indígena, se politizan rápidamente. Sus estructuras organizativas se adecúan de manera flexible a los momentos políticos existentes. Los levantamientos de marzo y julio del 99, contribuyen a fortalecer políticamente al movimiento indígena, al tiempo que desgastan y debilitan al régimen demócrata cristiano. Sin mayor capacidad de maniobra, el gobierno se ve obligado a incumplir su programa de ajuste neoliberal. Por vez primera, se declara una moratoria unilateral de la deuda externa. De otra parte, la debilidad política del gobierno le impide avanzar en su propuesta de privatización de las empresas del sector público. Es en este contexto, de fragilidad política, que el régimen decide por una apuesta desesperada que le posibilite reconfigurar su poder político. Esa apuesta es el anuncio formal de la dolarización de la economía ecuatoriana. Así, la dolarización otorga un horizonte de recomposición a las élites. Es ese el contexto en el cual se estructuran las nuevas demandas del movimiento indígena ecuatoriano, y su transformación más profunda, aquella que otorga, por vez primera en su historia reciente, una visión de poder. La disolución de los tres poderes del Estado: una crítica radical a la «democracia» formal. Mientras que el discurso político del movimiento indígena se situaba en lo reivindicativo (la lucha por la tierra o la lucha por la pluriculturalidad del Estado), en el levantamiento indígena de enero del 2000, el discurso del movimiento indígena es básicamente político: su demanda es la disolución de los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), y la conformación de un nuevo gobierno con nuevas estructuras de poder. Es un discurso nuevo, que empieza recién a configurarse y que implica una profunda transformación política del movimiento indígena ecuatoriano. De hecho, éste se constituye ahora no solamente como sujeto político sino como opción de poder. Es decir, cambia los ejes que habían direccionado, hasta el momento, su lucha, y en el cual es el poder político el nuevo eje central de su propuesta. Para una sociedad tan cerrada y tan racista como la ecuatoriana ello implica un cambio radical en la percepción y en el imaginario social que existe sobre los indígenas. El movimiento indígena ecuatoriano acompaña a su crítica radical a la estructura política del Estado, con una propuesta de construcción de un poder alternativo a través de la constitución y conformación a todos los niveles de la sociedad de los Parlamentos Populares. Los Parlamentos Populares son verdaderas Asambleas del Pueblo, de carácter abierto, de delegación por la vía de la extensa red de organizaciones populares existentes en el Ecuador. Son una especie de reconstitución del ágora griega, el espacio en el cual el pueblo discute directamente sus problemas sin necesidad de la delegación oficiosa a través del voto y de todo el aparato electoral. Los delegados a las Asambleas Populares, o Parlamentos, llegan directamente desde sus espacios organizativos, y discuten propuestas que ya habían sido debatidas en sus organizaciones de base. De hecho, las organizaciones de la sociedad civil recogen la iniciativa lanzada por el movimiento indígena y constituyen los Parlamentos del Pueblo a nivel local, provincial y, finalmente, a nivel nacional. Para las primeras semanas del mes de enero del 2000, se logra constituir por vez primera el Parlamento de los Pueblos del Ecuador, como un nuevo espacio político. Es desde la constitución de este espacio político que el movimiento indígena busca legitimar sus propuestas de disolución de los tres poderes del Estado Ecuatoriano y la creación de un nuevo gobierno. Empero de ello: ¿cómo estructura organizativamente el movimiento indígena su propuesta de disolución de los tres poderes del Estado? ¿Que direccionalidad política para el conjunto del movimiento indígena se desprende de esta nueva propuesta? ¿Qué consecuencias tiene la crítica radical a todo un proyecto político que nace con la misma Modernidad? ¿Cómo asume la sociedad ecuatoriana esta crítica al carácter mismo del Estado? ¿Qué acciones políticas se dan en función de este pronunciamiento? ¿Qué estrategias a futuro pueden establecerse que no impliquen un desgaste del movimiento indígena? ¿Qué políticas de alianzas desarrollar en ese contexto? ¿Cómo atravesar la frontera hacia lo estrictamente político sin provocar fracturas en lo organizativo? ¿Qué propuestas, qué alternativas, qué programas, qué discursos van a sustentar esta transición política? La dialéctica del poder La lógica del movimiento social, y entre ellos el movimiento indígena, ha sido la de constituirse como un contrapoder lo suficientemente fuerte que pueda constituirse en un límite real y efectivo a las pretensiones del poder. Dentro de la lógica del contrapoder se desarrollan acciones de organización y movilización. Los paros, las huelgas, los levantamientos, las sublevaciones, son estrategias de movilización por las cuales el movimiento social busca oponerse al poder. Es en función de esa lógica que se estructuran los discursos, las estrategias, las negociaciones, las formas organizativas. Por su parte, la estructura del poder desarrolla varias dimensiones al interior de la sociedad. Una de ellas es la institucional, es decir, la codificación dentro de un conjunto de reglas, tradiciones y normas, de las actividades sociales. Dentro de la institucionalidad se inscribe la política y sus instituciones. También existe otra dimensión básica de la estructura de poder y que tiene un gran fuerza en contextos de democracia formal y es la de la constitucionalidad, es decir, la legitimación jurídica y política, a través, de un conjunto de normas básicas que regulan la acción social y política. Dentro de esas fronteras es permitida la acción social, la acción política y aquella jurídica. Fuera de ella nada es permitido. El movimiento social, por su parte, se mueve fuera de estos espacios. Es precisamente en virtud de esta fractura que se conformó el Movimiento Pachakutik, como una opción de lucha dentro de espacios que son ajenos a las dinámicas del movimiento social. Y es justamente a partir de esta experiencia electoral que se pueden comprobar una serie de limitaciones que el movimiento social no ha podido superar: la carencia de procesos de ciudadanía en amplias capas de la población, sobre todo en las poblaciones indígenas del sector rural, la falta de recursos para acceder masivamente a los medios de comunicación, la inexperiencia en el manejo electoral e institucional, la falta de visión en la política de alianzas, la falta de credibilidad de sus propuestas, etc. Es por ello que el planteamiento de la CONAIE, de disolución de los tres poderes del Estado y la conformación de un nuevo gobierno, rompe con las prácticas del movimiento social e instaura una nueva visión dentro del movimiento social ecuatoriano, aquella del poder. Esta ruptura se da sin que existan procesos previos de transformación organizativa interna a través de la discusión, debate y reflexión de esta nueva propuesta, y procesos de conformación de nuevos discursos y nuevas prácticas organizativas. De hecho, el movimiento social se plantea el problema del poder, desde la misma lógica y la misma dinámica con la que se había consolidado como contrapoder. Ello implica una serie de rupturas que conllevan el riesgo de fracturar seriamente la cohesión organizativa y de movilización del movimiento social, pero al mismo tiempo, otorga una dimensión nueva dentro del horizonte de sus expectativas. Constituirse como poder implica la convicción de cambiar al país. Pero este cambio debe adecuarse a la realidad. Para ello se necesitan otro tipo de lógicas que aquellas del contrapoder y que le han dado una gran preeminencia al movimiento social. Ahí radica el reto fundamental del movimiento social ecuatoriano y, a su interior, del movimiento indígena. Cambiar de lógica significa desarrollar propuestas incluyentes y horizontes de acción que sean creíbles por el resto de la sociedad. Pero, dentro de esa dialéctica de las sociedades, asumir la lógica del poder puede implicar la destrucción de la experiencia ganada como contrapoder. Es decir, ese acumulado histórico de huelgas, paros nacionales, levantamientos y sublevaciones indígenas, puede revelarse contraproducente para dirigir, gestionar, negociar y administrar los espacios institucionales y políticos de la sociedad. Cuando el movimiento indígena criticó, y con justa razón, a los tres poderes del Estado, y pidió un cambio radical del quehacer político, tuvo una amplia aceptación en la sociedad y su propuesta fue legítima, hasta ahí actuaba como el referente más legítimo del contrapoder social; pero cuando pasó a la acción y con un grupo de militares jóvenes intentó convertirse en gobierno, paradójicamente, su propuesta perdió legitimidad y credibilidad social. Para afirmarse como poder, el movimiento social habría necesitado controlar, dispersar o destruir las formas de resistencia y las formas de contrapoder que se habrían generado contra su gobierno. Y ello, porque su acción como poder no estuvo mediada por un proceso previo de discusión, transformación interna y formación de nuevas lógicas de acción. Toda resistencia al poder es legítima, por ello el poder busca desarrollar un abanico de posibilidades que le permitan legitimarse sin llegar al extremo de la violencia permanente. Desde las formas más fenoménicas como la violencia, el dinero, las instituciones, o el control de los medios de comunicación, hasta las formas más elaboradas como la formación de consensos, el control disciplinario, la economía política del cuerpo humano, etc., el poder es una vasta y compleja red de relaciones sociales, y en la cual todos los seres humanos que viven en una sociedad están sumergidos y son parte de él. Es dentro de esta red de poderes que se desarrollan resistencias, obstáculos, frenos, desviaciones a la imposición del poder. Estas estrategias de contrapoder están en toda la sociedad. A nivel más general, la organización y conducción política de estas manifestaciones de contrapoder recogen, viabilizan y conducen esas resistencias al poder en un proyecto único de contrapoder social. Durante la década de los ochenta, fueron los sindicatos quienes dieron conducción política a las resistencias contra el poder. Su fracaso fue el fracaso de una concepción política del mundo. Durante la década de los noventa, es el movimiento indígena quien recoge y conduce las resistencias al poder. Hasta ahora, éste se ha convertido en el referente social más importante, y justamente por ello, es necesario que el movimiento indígena reflexione desde sus espacios organizativos sobre su futuro político de convertirse en opción de poder, porque de ello dependerá la historia política futura del país. El reto del movimiento indígena es complejo, y las disyuntivas que se le presentan vuelven más problemática la decisión. Si el movimiento indígena, conjuntamente con los movimientos sociales del Ecuador, optan por convertirse en una opción real y factible de poder, deben cambiar la lógica de acción con la que han construido hasta ahora su historia de resistencia y organización. Deben comprender que las fronteras de su acción política rebasan con mucho aquellas fronteras geográficas del Ecuador, y que sus consecuencias serán mundiales. Pero el riesgo está, precisamente, en poner en juego todo un acumulado histórico. Las decisiones dependen de la sabiduría y de la paciencia de los pueblos del Ecuador. Tienen a su favor el hecho de haber resistido por más de cinco siglos la brutal imposición del poder.

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Elementos iniciales para un balance del levantamiento del 21 de enero

Por: Mario Unda Augusto Barrera

1. La necesidad de un balance real La subjetividad que se ha generado a partir de los hechos del 21 de enero está cargada de paradojas. Y con razón. La sensación de haber llegado, aunque sea de modo efímero y frágil, hasta los balcones de Carondelet y las curules de los diputados, contrasta con el sentimiento de derrota, manipulación y falta de capacidad (en el sentido de preparación, cuadros, fuerza social, etc.). Quizás por ello, los balances se han movido entre un triunfalismo sin beneficio de inventario y una lectura casi apocalíptica de derrota. Desde la supuesta extinción de la izquierda y un traspié del movimiento indígena y popular, hasta una lectura autojustificatoria que se centra en la traición de los militares sin dar cuenta de las decisiones, presupuestos, análisis y apuestas que se hicieron. Las ideas que se exponen a continuación pretenden aportar a una reflexión que extraiga enseñanzas y configure una agenda del campo popular para el futuro. Para ello, la primera tarea parece ser plantear un contrapunto a los «análisis de politólogos y académicos» con los que han inundado la «opinión pública», pretendiendo imponer una única lectura no solo a los acontecimientos del 21, sino a la democracia, a la política y a las posibilidades de acción de los movimientos sociales. No se puede limitar el análisis de la democracia a los procedimientos. Aun las vertientes más institucionalistas de la teoría política reparan en la necesidad de ciertos atributos de la democracia más allá del ritual electoral: la legitimidad, el imperio -medianamente, diríamos nosotros- universal de la ley, la utilización de las instituciones para fines públicos y no escandalosamente particulares o familiares – como el caso de los banqueros-, la existencia de condiciones elementalmente equitativas de competencia electoral y una capacidad de representación de los sectores sociales en el Estado, entre otras. Ninguna de éstas han sido características de la «democracia» ecuatoriana en los últimos gobiernos. Por lo tanto, la pregunta no es (o no sólo es): żpor qué a un sector significativo de la sociedad se le ocurre «dar un golpe»?, sino: żpor que el 80% de la población estaba de acuerdo con que el congreso se disuelva, el 92% aspiraba que el presidente se vaya a la casa, y la gran mayoría preferiría una dictadura? Incluso más, żpor qué, después del 21 y de la manera como se resolvió la crisis, la mayoría de la población no desea que los «golpistas» sean sancionados, lo cual supone un cierto nivel de identificación con el hecho? Por cualquiera de estas vías, hay una interpelación al corazón de esta democracia. No al valor absoluto, abstracto y universal del gobierno del y para el pueblo, ni a las libertades públicas, ni a la capacidad de elegir. Ni siquiera a los procedimientos que configuran la versión reducida de democracia. La interpelación a esta «democracia» concreta apunta al imperio generalizado de la corrupción y la impunidad, a las prácticas prebendalistas convertidas en política de Estado, al constante deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de la población, a la crisis institucional, a la mentira recurrente de días mejores luego de cada ajuste; el etcétera es largo. No colocar estas dimensiones en el centro de las lecturas del 21 enero es, simplemente, dar la espalda a la realidad. 2. Logros, límites, errores Para plantearlo de modo más pedagógico se inicia el balance con una inventario de logros, límites y errores. Esta aproximación no le quita el bulto a un balance más profundo y global, pero intenta recuperar lo dicho y sentido por varios de los actores implicados en la rebelión del 21. Los Logros En la conciencia de los actores involucrados en la rebelión del 21 de enero aparece la idea de haber podido «ir más allá». La revocatoria del mandato de Jamil Mahuad y la conformación de un gobierno popular, así haya sido por pocas horas, aparecen como los logros más visibles. Ese confuso haber «ido más allá», no puede quedarse en una lectura en «clave golpista». Más bien parece adecuado asimilar que para la conciencia social es ahora claro que un sistema político sólo es democrático cuando la soberanía reside efectivamente en el pueblo, cuando el pueblo decide quiénes son sus gobernantes y cuando tiene el derecho de revocarles el mandato si ellos traicionan la confianza que se ha depositado en ellos. Los gobernantes no deben ser autócratas irresponsables que imponen sus decisiones pasando por encima del pueblo. En tres años, las movilizaciones sociales revocaron el mandato de dos presidentes. Y esto debe ser una lección para el pueblo y para todos los gobiernos, incluido el de Noboa. La rebelión del 21 de enero puso sobre el tapete de la discusión, de modo dramático, el tipo de «democracia» que vivimos y el modelo económico que nos asfixia; aunque no logró desarrollarlo mucho frente al conjunto de la población, plantea que no son posibles mejores días si no se transforman los modelos políticos y económicos a los que se ha recurrido. Ha caído el velo de los consensos artificiales con los cuales las clases dominantes pretenden legitimar sus imposiciones. Los campos en lucha han quedado claramente establecidos ante los ojos de todo aquel que quiera ver: de un lado, los grandes grupos económicos, sus partidos políticos, sus aparatos militares, sus voceros en la prensa y en la Iglesia. De otro lado, más y más sectores sociales, gran parte de la población que apoyó pasivamente, todos los damnificados de estos años. Este conflicto ha atravesado, de modo implacable, a toda la sociedad, incluidas la prensa, las Fuerzas Armadas y la Iglesia. Pudimos ver cómo se ha ido gestando en las Fuerzas Armadas la constitución de una corriente de militares jóvenes nacionalistas, dispuestos a unirse en las luchas del pueblo; pero también pudimos ver que su presencia es aún minoritaria, por lo menos de cuadros medios hacia arriba. Ambos hechos deben ser analizados con mayor profundidad. Las hojas de vida de los insurrectos dan cuenta de oficiales con trayectorias importantes. Su acción cuestiona hasta la médula los límites de la obediencia cuando se pretende convertir a las FFAA en guardia pretoriana de una oligarquía corrupta. De la misma manera, sectores de la Iglesia han vuelto a comprarse el pleito de los sufrimientos y de las luchas populares, más allá de la hipocresía de las jerarquías eclesiásticas. Igualmente, no parecen ser muy numerosos, pero su reaparecimiento público, al nivel en que se dio, es muy importante para el futuro del movimiento popular. Ha quedado evidenciada la existencia de un fuerte descontento de la población frente al actual estado de cosas (lo prueban los índices de aceptación que, según diversas encuestas, la ciudadanía daba al levantamiento). Sin embargo, la simpatía pasiva es volátil, y no puede confundirse con el respaldo activo. Hubo en la Costa mayor presencia de movilizaciones que en ocasiones anteriores y la participación de sectores que no suelen movilizarse, como los pequeños comerciantes y organizaciones barriales; sin embargo, aún resultan muy pequeñas comparadas con la magnitud de la población. En otras ciudades como Cuenca, se logra un importantísimo nivel de adhesión que rebasa el campo popular y cuenta con una participación cívica y ciudadana. Por fin, uno de los logros más importantes es el aparecimiento de los Parlamentos de los Pueblos. Ellos recogen tradiciones de la lucha reciente: las asambleas del pueblo, del 5 de febrero de 1997, la Constituyente del Pueblo, de octubre de 1997, incluso el experimento fallido del Congreso del Pueblo en 1999. Fueron espacios de discusión política, referentes de la lucha y del poder popular, aunque en algunos casos les haya faltado amplitud y representatividad, y aunque no hayan llegado a ejercer el poder. Los errores Hay dos planos de análisis que han sido explorados en términos autocríticos.  
  1. El uno, más fáctico, hace relación a los límites y errores en un libreto de «toma del poder». En últimas: żqué errores se cometieron para no haber logrado un desenlace favorable y, se entiende, haber mantenido la Junta?. 
  2. El otro, de mayor profundidad, hace relación con la interrogante de si estuvo el levantamiento de enero inscrito en una visión estratégica de largo plazo del movimiento indígena y social del país o representó una aventura «putschista», centrada en la idea del «golpe de Estado»? 
Abordaremos en este orden los razonamientos expuestos y los argumentos esgrimidos. Se confundió el gobierno con el poder y aún los edificios públicos con el gobierno. No hubo un adecuado análisis de las relaciones de fuerza que, más allá de las voluntades, inscriben de modo dramático -aunque no necesariamente fatal- los alcances y límites de la acción social. Si se esperaba una reacción distinta de las cámaras, algunos medios de comunicación, el alto mando, los partidos políticos, la Embajada norteamericana, los gobiernos de los países vecinos, los organismos multilaterales, etc., la ingenuidad rayaba en irresponsabilidad. El movimiento se centró en un planteamiento «maximalista» de desconocimiento de los tres poderes del Estado y, de esta manera, se acabó despreciando políticamente la coyuntura; y con ellas los elementos programáticos que estaban en juego, particularmente los temas de la dolarización, una reforma política sustantiva y una política social. No se dio suficiente empuje, importancia y visibilidad a las demandas inmediatas y urgentes de la mayoría de la población. Eso hizo que unos planteamientos que se habían construido antes de que Mahuad se lanzara por la pendiente de la dolarización, no fueran siquiera rediscutidos después del 9 de enero. Se siguió actuando como si nada hubiera cambiado. Se perdió de vista, así, que la dolarización se convirtió en el programa aglutinante de las clases dominantes. La estrategia estuvo excesivamente centrada en el acuerdo del movimiento indígena con los militares, y los resultados evidenciaron que las expectativas que se tenían no correspondían a la realidad: primero se hizo claro que los generales no plegaban al movimiento; después, ya el 21, pudimos ver que los coroneles que se involucraron en la acción no contaban con suficiente respaldo en las propias fuerzas armadas. Se podría concluir que hubo una (o varias) iniciativas y planes militares que requerían respaldo de masas, sea para sacar a Mahuad, sea para darle soporte a un alzamiento de jóvenes oficiales. Se creyó que la movilización popular urbana se produciría automáticamente ante la entrada de los indígenas a las ciudades, sobre todo a Quito, ante el llamado del parlamento de los pueblos, o ante el conocimiento de sus primeros decretos. Las expectativas no se cumplieron, y hubieron dificultades para que la población urbana se ponga en movimiento. Se confundió descontento con movilización. No se tomaron suficientemente en cuenta las desigualdades existentes en los ritmos de movilización popular. Y hubieron muchos desencuentros: las movilizaciones urbanas y las movilizaciones rurales; las movilizaciones en la sierra y el oriente respecto de las movilizaciones en la costa; la movilización de los sectores organizados y de los no organizados (incluso, en muchos casos, las movilizaciones de dirigentes y cuadros medios respecto de la movilización de las bases de sus organizaciones). El resultado de todo esto es que no se logró movilizar realmente a la mayoría de la población; estuvimos muy lejos de las movilizaciones del 5 de febrero, e incluso de otros episodios desplegados en estos años. No se logró, por lo tanto, una articulación social suficientemente fuerte. Hubieron sectores que no llegaron a los parlamentos, que no plegaron a las movilizaciones. Quedó visto que, a pesar de lo avanzado, aún no están suficientemente trabajadas las alianzas entre el movimiento indígena y los sectores mestizos urbanos, que aún hay rezagos de utilización y recelos mutuos, que muchos de los parlamentos carecieron de representatividad social y se convirtieron en un baratillo de radicalismos. Como un señalamiento muy grave, debe decirse que se perdió casi absolutamente la dinámica de una elemental discusión colectiva sobre lo que se estaba haciendo. El «secretismo», presentado como necesidad indiscutible, puso los planes y las estrategias completamente por fuera del conocimiento, del control y de la capacidad de decisión de las organizaciones y de los militantes, que acababan simplemente recibiendo órdenes de lo que había que hacer, cómo y cuándo. Más aún, ni siquiera en las instancias de dirección se discutió seriamente y a tiempo los planes, sino como hechos consumados. La necesaria discusión sobre la estrategia a seguir Pero, más allá de estas falencias, leídas como se señaló antes en el marco del mismo libreto, está en discusión la estrategia general del movimiento indígena y popular ecuatoriano. La primera lección que nos queda del 21 de enero es que resulta urgente re-discutir, seriamente y a profundidad, las estrategias políticas. Y hablamos de una discusión seria, profunda, amplia y democrática, que atraviese a todo el movimiento: no es suficiente que alguien nos entregue «la» estrategia como documento único y con pocas horas para leerlo y «debatirlo» antes de la consabida rueda de prensa. Es mucho lo que está en juego, y la decisión debe ser consciente y colectiva de parte de todos y de todas. Es obvio que el 21 de enero nos plantea, de modo agudo, algunas cuestiones: żpor qué el movimiento no cumplió sus objetivos? żNos faltó simplemente «poder militar», como piensan algunos compañeros? Pero esto supone una lógica de golpe militar con respaldo de masas: żes esa nuestra estrategia?, żde una sola vez o como parte de un «proceso Chávez»? O, si no, de acciones militares sobre un cierto fondo de movilizaciones de masas. Hay en el continente varios ejemplos. Pero las respuestas pueden ser otras. A nuestro modo de ver faltó, sobre todo, verdaderos procesos de construcción de poder popular, ligados a la dinámica de la lucha social y no a los tiempos del golpe, surgidos de la lucha y no como mandato desde arriba. No cabe desgarrarse las vestiduras por una democracia que debe ser refundada, pero tampoco es posible que el acumulado que social y político que se ha construido en un ciclo de no menos de 15 años sea apostado en cada coyuntura. La urgencia y la contundencia con la que gobiernos, incluido este (incapaces, atados de pies y manos, comprometidos con oscuros y mezquinos intereses, faltos de una visión de país), nos obligan a actuar no es argumento para caer en un coyunturalismo que se extravía a cada paso. El movimiento indígena y popular ecuatoriano, Pachakutik, las organizaciones e individuos democráticos de este país debemos ser capaces de construir una alternativa real para el país. Por supuesto que eso supone niveles de enfrentamiento político y social, rupturas y audacia; pero al mismo tiempo supone una combinación de los escenarios de lucha y construcción de un poder social capaz de sostener cambios profundos. Para ello es preciso rehacer la democracia interna. Recuperar instancias de discusión y decisión política, y de otorgamiento de responsabilidades de modo transparente. La unidad de la CMS, de la CONAIE y del Pachakutik se ha sustentado en una permanente lógica de discusión y construcción de acuerdos básicos: es tarea urgente de todos nosotros procurar que siga por ese camino. Esa también es una lección que no podemos olvidar, y menos aún con las luchas que tenemos por delante. El otro reto hace relación a la necesidad de un salto adelante. La crisis del país y la evidencia de un acumulado social que crece en tanto el descontento, plantea el reto de profundizar algunas líneas fundamentales como la elaboración de un programa de gobierno real, la constitución de equipos técnico políticos, la cualificación de las capacidades de organización, movilización, proposición y gestión del campo popular, el establecimiento de una verdadera política de alianzas, el despliegue de un esfuerzo casi pedagógico que permita construir legitimidad social y ampliar la base de soporte de un proyecto alternativo. No es la primera vez en la historia que el pueblo puede avanzar en esta dirección. Evitemos que la arrogancia y la frivolidad nos impidan aprender de las lecciones.

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