Boletín No 31

ICCI

Editorial

Construcción política y reconstrucción histórica:
los nuevos desafíos de la CONAIE


La CONAIE, desde sus orígenes a inicios de la década de los ochenta, tuvo que contrastar las formas organizativas existentes, fundamentalmente de tipo gremial y representación jerárquica y vertical, con una clara identificación de la perspectiva indígena producto de un proceso sostenido de debate. El tipo de organización que atravesaba a todos los sindicatos, partidos de izquierda y movimientos sociales, bajo criterios de funcionalidad, contribuyó a formar una especie de «organización tipo» y la CONAIE, casi de manera natural, asienta en ella su estructura organizativa, al mismo tiempo se define como una confederación de nacionalidades, es decir reconoce la existencia de una diversidad de identidades que tendrán que convivir juntas en la nueva organización.

Pero la CONAIE también se estructuró sobre dos organizaciones que tenían raíces distintas aunque convergentes, la ECUARUNARI en la serranía ecuatoriana y la CONFENIAE en la Amazonía. En efecto, los indígenas que se habían organizado en la ECUARUNARI, pertenecían a organizaciones de primer grado que tenían alguna vinculación con el sistema de hacienda. La lucha por la tierra, elemento central de su cosmovisión, era sobre todo una reivindicación de tipo económico que en los años setenta era la base de una organización de tipo sindical.

En cambio, las organizaciones de la Amazonía ecuatoriana no habían vivido ese proceso de valorización de la tierra; de hecho, las élites ecuatorianas habían considerado a la Amazonía como un territorio de nadie; uno de los representantes más importantes de las élites, el ex Presidente de la República, Galo Plaza Lasso, llegaría a afirmar que «el oriente ecuatoriano es un mito». El sistema de hacienda no había logrado penetrar en la Amazonía e incorporar nuevas relaciones de poder en ese territorio.

La Amazonía ecuatoriana atraviesa un proceso de valorización con el descubrimiento del petróleo y su explotación a partir de los años setenta. Las nacionalidades de la Amazonía más que una pertenencia a la tierra bajo dimensiones económicas, vislumbran a su entorno como un territorio que debe estar bajo su control. Su noción básica será justamente la noción de territorio, un concepto cultural fundamental para definir una nación.

Ahora bien, el encuentro de estos dos procesos históricos, implica una serie de rupturas y transformaciones; de estas rupturas pueden desprenderse dos de las categorías políticas más importantes que se han generado en el Ecuador contemporáneo, aquella de la plurinacionalidad y la interculturalidad.

La reivindicación de la plurinacionalidad requiere, de hecho, una reforma política del Estado, así como de sus sistemas de representación política y las formas procedimentales de la democracia.

El reconocimiento de la necesidad de la interculturalidad implica una transformación de las sociedades en función de la relativización de los contenidos civilizatorios y la aceptación de la diferencia.

Pero el proceso de transformación organizativa interna de la CONAIE tiene que resolver un conflicto que existe desde su constitución. Si la CONAIE es una organización de nacionalidades y pueblos indígenas, entonces sus niveles de representación deben articularse a la concepción original de nacionalidades y pueblos. Se hace necesaria una transformación de la organización de tipo gremial y con bases geográficas basadas en la división territorial del Estado, hacia un nuevo tipo de organización política, en la que el criterio fundamental sea precisamente el de la nacionalidad. Para asumir esta responsabilidad, es necesario definir en primer lugar qué se entiende por nacionalidad y empezar un proceso de recuperación de la memoria ancestral, es decir, recuperar las formas originarias mediante las cuales los diferentes pueblos y naciones resolvían sus diferencias culturales.

Para poder organizar a la CONAIE desde la noción de nacionalidad y pueblo, es necesario un proceso de reconstrucción de esas nacionalidades y pueblos. Este es un proceso que empieza desde los primeros años de la década de los noventa y que presiona a las actuales estructuras organizativas y a la forma de entender y asumir la representación política al interior de la CONAIE. De ahí que el reciente Congreso de la CONAIE (octubre de 2001) haya sido denominado como Primer Congreso de las Nacionalidades y Pueblos Indígenas del Ecuador. Se trata de un proceso inédito, cuyos horizontes se van dibujando conforme los actores cobran conciencia de sus prioridades, y cuya agenda está aún por definirse. Quizá ello pudo evidenciarse en la serie de conflictos que se suscitaron cuando las representaciones de pueblos y nacionalidades duplicaban en funciones y en delegación a las representaciones por organizaciones indígenas provinciales.

A más de los conflictos de procedimientos, se evidenciaron conflictos más profundos y que aún no han sido resueltos. Si se constituyen las organizaciones desde su referente de la nacionalidad, ¿cuál es entonces el futuro de las organizaciones provinciales?, ¿cómo asumir un proceso de convocatoria, de organización y movilización que se ha realizado desde la organización de tercer grado, hacia un tipo de organización todavía nuevo?, ¿cómo empatar los tiempos de pueblos y naciones que tienen muy avanzado su proceso de reconstrucción histórica y política, con aquellos que están aún en sus inicios?, ¿cómo evitar la sobre representación de pueblos y de naciones?, ¿de qué manera constituir un Consejo de Nacionalidades y Pueblos que tenga real influencia en el Consejo de Gobierno de la CONAIE? Son inquietudes que se suscitan dentro de este proceso que está en plena conformación.

Uno de los retos del movimiento indígena es el de abrir los espacios de la discusión y el debate sobre las nuevas formas de representación, sobre la significación que tendrá este nuevo tipo de organización política para los pueblos indígenas así como para toda la sociedad ecuatoriana.


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El activismo antiglobalización no puede desconocer las realidades coloniales

Aziz Choudry


Resumen ejecutivo:

El autor expone las contradicciones en que caen muchos activistas antiglobalización cuando pretenden desconocer la situación en que viven los pueblos indígenas después de más de 500 años de regímenes coloniales y neocoloniales.

¿Pueden defenderse los principios democráticos ignorando el papel de los Estados nacionales en el despojo de los pueblos originarios?

«…los activistas de las luchas antiglobalización… necesitamos examinar nuestro papel en la colonización y globalización de la tierra. Sólo después podremos hablar de liberación y las verdaderas alternativas a la agenda neoliberal».

«Tenemos un doble desafío: primero luchar de la mejor manera posible para enfrentar las consecuencias inmediatas de la globalización y, segundo y más difícil, poner estos problemas en el contexto de los más de 500 años de historia de la cultura de colonización» Moana Jackson, Ngati Kahungunu/Ngati Porou, abogada y promotora de la soberanía Maorí.

«Nosotros, los pueblos indígenas, nos hemos percatado de algo interesante que ocurre desde hace veinte años. Vemos que el proceso de colonización se ha reorientado. Ahora se dirige hacia la gente no indígena. Las compañías canibalizan a sus propios colonos. Las cosas han cambiado. ¿Adónde puede usted recurrir por ayuda contra las multinacionales que están a punto de tragar su empleo y su estilo de vida? A los pueblos indígenas no les interesa que las compañías se mantengan bajo control canadiense. Estas compañías vienen abusando de nuestras tierras. ¿Qué importa si la empresa es controlada por canadienses, estadounidenses, alemanes o japoneses? Todas estas empresas aprovechan de nuestras tierras y recursos. ¿Por qué los pueblos indígenas vamos a ayudar a los no indígenas a proteger sus empleos y seguridad cuando esa misma gente ha destruido nuestra tierra y agua? Para nosotros la globalización representa la colonización sin interrupción. La pregunta es para los colonos. ¿Qué hacen los colonos por resolver los problemas de la colonización y la opresión continua que ejerce sobre los pueblos indígenas?» Sharon Verne, académica y abogada Cree.

Muchos desde la izquierda señalan que la oposición al libre comercio y la agenda neoliberal no es necesariamente anticapitalista. Tienen toda la razón – está compuesta de un diverso abanico de organizaciones, movimientos, agendas y objetivos.

Entre las redes antiglobalización se utilizan ampliamente los términos «colonización» o «re colonización» para describir las manifestaciones actuales de la globalización. ¿Pero, significa esto que las movilizaciones y el activismo contra la globalización sean anticoloniales? En la mayoría de casos, pienso que no.

Si nosotros que vivimos en los Estados de asentamiento colonial como Nueva Zelanda, Australia, Canadá o EE.UU. estamos preparados para asumir la lucha contra las empresas transnacionales, las instituciones Bretton Woods y la agenda neoliberal, también debemos apoyar las luchas de los pueblos indígenas por la descolonización y autodeterminación.

Existen relativamente pocas iniciativas antiglobalización en las cuales las perspectivas y luchas de los pueblos indígenas ubicados en los Estados «democráticos occidentales» de asentamiento colonial han asumido un rol protagónico. Sus análisis y desafíos son demasiadas veces relegados dentro del movimiento anti libre comercio al equivalente de una cláusula social o un acuerdo ambiental periférico; aspectos a ser separados de las declaraciones de unidad y al término de conferencias, que tienden a expresar en tono noble demandas sobre el poder del pueblo, recuperar «nuestro» país, controlar a las empresas, la genuina democracia participativa, etc.

En su libro recién publicado, Human Rights Horizons, Richard Falk escribe sobre «el perpetuo redescubrimiento de su percibida inocencia… A pesar de desposeer a los pueblos indígenas norteamericanos, a pesar de la esclavitud y sus secuelas, a pesar de Hiroshima y Vietnam, esta inocencia auto proclamada se mantiene sin tacha». Hablé con activistas de varios países sobre este fenómeno y sus impactos en las perspectivas de la «sociedad civil» de EE.UU., Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Muchas campañas de justicia social, ONGs y activistas de estos países operan desde una condición de negación colonial y se niegan a vincular los abusos a los derechos humanos en el exterior, la (in)justicia económica, con la colonización de las tierras y los pueblos donde viven.

El escenario tenebroso del dominio corporativo, el saqueo transnacional, el desastre ambiental y social advertido por muchos opositores de la economía de libre mercado, es desde hace largo tiempo una realidad para muchos pueblos indígenas. Las empresas transnacionales modernas son, después de todo, las herederas de la Compañía Hudson Bay, de la Compañía Nueva Zelanda, de la Compañía East India – todas importantes actores en las olas anteriores de la colonización y mercantilización de pueblos, tierras y naturaleza.

En nuestras reuniones, análisis, discursos y manifestaciones, podemos hablar de transnacionales, la OMC, la globalización y la recolonización y quizás hasta de la agenda neoliberal en el contexto del colonialismo en el Tercer Mundo. Pero abogar por el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas en su propio patio muchas veces parece una manera certera de ser visto como extremista o hasta paria, aún entre los activistas de justicia social y ambiental. Puede alienar a la gente, me han dicho.

Muchas luchas contra la globalización que se dan en el Sur son vinculadas con grandes movimientos antiimperialistas y anticolonialistas de larga historia. Sin embargo, las voces que más se escuchan rara vez son de los activistas de comunidades de base del Sur, menos aún de los pueblos indígenas de los países del Norte Global. ONGs y sindicatos con bastantes recursos y normalmente con base en el Occidente, tienden a ejercer un poder considerable en sentar los parámetros del debate y la dirección de las campañas contra la globalización corporativa.

Demasiadas veces he oído la historia de la globalización – y la resistencia a ella – comprimida en las últimas dos o tres décadas, contada de tal manera que se relativiza la resistencia de las naciones indígenas en los territorios reivindicados por Canadá, Nueva Zelanda, Australia y EE.UU. En Canadá y EE.UU. compartí la plataforma con expositores norteamericanos cuyas versiones del comercio curiosamente se remontan a la Comisión Trilateral. En Nueva Zelanda, he visto a ambientalistas blancos acusando a los maorí de un «racismo invertido» por haberse atrevido a exigir sus derechos de proteger la flora y fauna indígena bajo amenaza de los biopiratas y el acuerdo TRIPS. En otras conferencias internacionales sobre la globalización, los activistas han desconocido las perspectivas de los Pueblos Indígenas sobre la globalización por «estrechas» e «indigenistas», argumentando que no dan suficiente importancia al análisis de clase.

Es natural que nos sintamos escandalizados por las duras restricciones de seguridad impuestas sobre las manifestaciones populares en Québec, Vancouver, Seattle, Washington, Melbourne y Auckland. Pero ¿sorpresa y conmoción?, los gobiernos coloniales siempre utilizaron a la policía y a los militares como un ejército de ocupación contra los pueblos indígenas. Son un asunto casi cotidiano desde hace mucho tiempo los abusos autorizados por el Estado contra las comunidades indígenas; pero estos a menudo no se registran en la mente de muchas personas.

He escuchado el cuento de hadas, contado con mucha pasión, autoridad y un toque de nostalgia por los neozelandeses, norteamericanos y australianos, que hablan con seriedad de las libertades y derechos democráticos de que gozan en sus países. Parece que las cosas anduvieron bien hasta que los ideólogos neoliberales y las grandes empresas tomaron los mandos, abrieron el país, empezaron a vender todo a las transnacionales y vieron a los ciudadanos comunes y corrientes desposeídos de las cosas que pensaron suyas. Así dicen docenas de activistas, académicos y políticos mientras expresan su oposición a la agenda neoliberal. Esta versión de la historia se inicia cuando la globalización empezó a impactar en los pueblos no indígenas. Las palabras «democracia» y «soberanía» surgen una y otra vez en sus discursos, y en la literatura y campañas antiglobalización de estos países. ¿Qué significan estos llamados a las tradiciones, conceptos y valores democráticos, cuando ignoran las realidades actuales y anteriores de la colonización de estos países?

Cuando asistí a la Cumbre de los Pueblos sobre la APEC de 1997 en Vancouver, me acuerdo haber estado impresionado por la manera en la cual expositor tras expositor atacaron a las transnacionales y las señalaron como la fuerza tras la APEC, pero a la vez ignoraron completamente luchas como la de la Nación Cree del Lubicon en el norte de Alberta – la provincia colindante – contra las transnacionales madereras y de gas que invadieron sus territorios no cedidos, con la complicidad del Estado canadiense. Tampoco se mencionó el hecho de que un gobierno canadiense de corte «democrático liberal», como el que en su rol de anfitrión de la reunión de la APEC esperaba influir en sus socios comerciales asiáticos con sus «valores canadienses», envió más tropas que las enviadas a la Guerra del Golfo, contra el pueblo Mohawk que defendió sus territorios en el enfrentamiento cerca de Oka, en la Provincia de Québec, en 1990. No obstante, cabe señalar que esa misma Cumbre de los Pueblos de Vancouver fue parcialmente financiada por el mismo gobierno social demócrata que en 1995 montó una operación militar grande en el Lago Gustafsen, a pocas horas de Vancouver, en contra de un pequeño grupo de indígenas que defendía sus tierras sagradas.

Muchos críticos de la globalización relativizan el papel y la relevancia del Estado nación, atribuyendo el poder casi enteramente a las corporaciones transnacionales y las instituciones internacionales como los trillizos de Bretton Woods. Sin embargo, esto quita el enfoque de la naturaleza y poder del Estado y hasta lo romantiza. Tales campañas globales corren el riesgo de desviar la atención de la gente de las antiguas pero todavía presentes injusticias. Al deslegitimar a estos actores globales nos toca estar muy conscientes de los peligros inherentes a una legitimación sin críticas de los Estados naciones cuya base misma es el despojo de los pueblos indígenas. No podemos desconocer los siglos de resistencia de muchas naciones indígenas a ser incorporadas en el Estado colonial. No podemos ignorar los cimientos coloniales de los países en los que vivimos. Hacerlo es ocultar la verdadera naturaleza de nuestras sociedades y la forma en la cual están construidas, sobre la colonización y explotación.

¿Cómo se puede esperar que los pueblos indígenas validen, afirmen y busquen incorporarse en movimientos nacionales e internacionales dominados por los activistas, organizaciones, y agendas no indígenas, que no poseen la voluntad de resolver los aspectos domésticos de colonización con el mismo vigor y compromiso evidentes en su lucha contra el capital transnacional o la OMC?

Por supuesto, sí se forjaron algunas alianzas importantes entre pueblos indígenas y organizaciones no indígenas para enfrentar a la globalización. Muchos grupos activistas (a menudo pequeños y con pocos fondos) luchan para poner en evidencia los vínculos entre la globalización corporativa y la colonización, para apoyar las luchas locales por la soberanía indígena e informar a la gente no indígena sobre estos aspectos.

Movimientos que exponen y se oponen a la globalización corporativa cuentan con un real potencial para movilizar el apoyo significativo de la gente no indígena a asuntos como la colonización en Canadá, Nueva Zelanda, Australia y EE.UU. Deberíamos cuestionar la autoridad de los gobiernos de estos Estados de asentamiento colonial para adherirse a los tratados internacionales sobre comercio e inversiones, a la luz de su negación continua de los derechos, títulos y la jurisdicción de los pueblos indígenas.

Al determinar los valores y los fundamentos sobre los cuales construir las alternativas a la agenda neoliberal, nuestros movimientos deben estar preparados para examinar nuestra propia propensión a oprimir. No podemos construir alternativas a la globalización sobre los cimientos podridos de negar haber ocupado las tierras y suprimir continuamente los derechos de los pueblos indígenas. «Los colonizadores siempre están construyendo cimientos podridos y luego esperan que entremos en un edificio terminado» dice Sharon Verne.

Si los activistas y organizaciones antiglobalización no abordan estas cuestiones con cierta urgencia, siento que la creciente resistencia a la globalización en el Norte corre el riego de ser tan inherentemente colonialista como las instituciones y procesos a los cuales se opone. Nuestro uso del término colonización resultará ser poco menos que retórica si nuestro análisis no reconoce el contexto en el cual se da la globalización corporativa -y la oposición global a ella -.

Nosotros los activistas de las luchas antiglobalización en Canadá, Nueva Zelanda, Australia y EE.UU. necesitamos examinar nuestro papel en la colonización y globalización de la tierra. Sólo después podremos hablar de liberación y las verdaderas alternativas a la agenda neoliberal.

Aziz Chowdry es activista/investigador que trabaja con el GATTWatchdog en Aotearoa/Nueva Zelanda.
Tomado de: ENFOQUE SOBRE COMERCIO No 67
Focus on the Global South (FOCUS)
Traducción: Gerard Coffey, Centro de Información sobre la Globalización.


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EIB: Iniciar una evaluación necesaria

Quizá uno de los mayores logros del movimiento indígena en las dos últimas décadas, constituye la creación de un Sistema de Educación Intercultural Bilingüe que, aunque es estatal, está regido en muchas de sus políticas y acciones, por las organizaciones de los pueblos indígenas; este hecho, caso único en América, ha permitido que la educación de los pueblos indígenas desarrolle una extraña dinámica: por un lado, muchas comunidades y organizaciones de segundo y tercer grado participan en el quehacer educativo, manteniendo vivo el espíritu que dio origen a la EIB, y por otro lado, los problemas endémicos del sistema educativo nacional empiezan a notarse también en la estructura y funcionamiento de la DINEIB.

Al cumplir trece años la EIB, creemos necesario iniciar un proceso de discusión, no solamente de los aciertos y errores del sistema, sino, fundamentalmente sobre cómo concretar los objetivos que le dieron vida, que siguen estando vigentes y a veces parecieran lejanos todavía.

Existen muchos aspectos que deben ser debatidos, empezando en temas aparentemente formales, como la extraña costumbre de llamar a la educación no indígena, como educación «hispana», o el hecho de que muchos profesores continúan haciendo de la jurisdicción intercultural bilingüe un camino para «conseguir partidas», para acto seguido tramitar el pase a la jurisdicción «hispana».

Pero también debemos enfocarnos en problemas de más fondo, como por ejemplo:

¿Cómo atender a la población indígena, fundamentalmente quichua, que vive en Quito, Guayaquil, Santo Domingo, Machala, es decir en las ciudades?

¿Cómo lograr que la interculturalidad deje de ser solamente un adjetivo de las escuelas indígenas y se convierta en la forma de relación en una sociedad pluricultural como la nuestra?

¿Se está logrando realmente recuperar y desarrollar las culturas y las lenguas indígenas o lo que se está haciendo ahora es la castellanización de los niños indígenas realizada por parte de profesores indígenas?

¿Cómo estructurar la EIB desde la propuesta de reconstrucción de los pueblos y nacionalidades en que se halla trabajando el movimiento indígena?

¿Qué papel han jugado las ONGs y los organismos internacionales en el desarrollo de la EIB?

¿De qué manera se aprovechan los recursos humanos que se especializan en centros de educación superior dentro y fuera del país?

En cada congreso o asamblea de las organizaciones indígenas se vuelven a escuchar las mismas protestas, las mismas quejas, que acompañan al análisis de los informes de la Dirección Nacional o de las Direcciones Provinciales: existe una excesiva centralización de las decisiones y muchas de estas son tomadas por asesores, por sobre las resoluciones de las asambleas y alejadas de los intereses de las comunidades y pueblos; falta coordinación, no existe material didáctico adecuado, falta personal capacitado, una inmensa cantidad de maestros continúan ganando una bonificación vergonzosa; en fin, una lista muy larga.

Es hora de dejar las quejas y pasar a resolver los problemas; muchos de ellos aparentemente no están en nuestras manos como es el caso de los presupuestos, pero otros sí lo están y requieren que nos sentemos seriamente a analizarlos, a discutirlos, pero no solamente entre técnicos y autoridades, sino bajando la discusión a la base para conseguir resoluciones y propuestas de las que realmente se apropien las comunidades y los maestros.

Queremos iniciar este análisis con un artículo del doctor Cristóbal Quishpe, lingüista y educador, quien ha estado involucrado en el proceso de la EIB desde hace muchos años y es actualmente funcionario de la Dirección Nacional de Educación Intercultural Bilingüe, DINEIB.


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Educación Intercultural y Bilingüe

Cristóbal Quishpe Lema


Resumen ejecutivo

El Sistema de Educación Intercultural Bilingüe, creado en 1988 promueve la valoración y recuperación de las culturas y lenguas de las diversas nacionalidades y pueblos indígenas. A pesar de sus logros, todavía padece problemas que van desde la falta de presupuestos a la interferencia de las autoridades gubernamentales; el autor destaca el hecho de que los maestros se limitan a impartir conocimientos y no completan el ciclo de aprendizaje que consta de la producción, reproducción, creación, recreación, validación y valoración de los saberes de los propios pueblos indígenas y de la cultura universal.

El Sistema de Educación Intercultural Bilingüe en el país cuenta con Centros Educativos Comunitarios en todas las nacionalidades indígenas. La Dirección Nacional de Educación Intercultural Bilingüe desde su creación en noviembre de 1988, ha realizado grandes esfuerzos por aplicar su Modelo Educativo, sin embargo, por diferentes factores, hasta el momento tiene dificultades en la aplicación del Modelo del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe (MOSEIB).

El MOSEIB es un modelo educativo práctico, parte de las necesidades, intereses y aspiraciones de las diversas nacionalidades y pueblos indígenas. Se basa en el derecho inalienable a ser reconocidos como grupos con características propias conforme a sus cosmovisiones respectivas. Considera las formas peculiares de vida, promueve la valoración y recuperación crítica de la cultura de sus ancestros, contribuye al fortalecimiento social de las respectivas etnias y del país en general, a través de procesos de socialización, descentralización y autonomía; se prevé la participación activa en el hecho educativo de los padres de familia, líderes comunitarios, docentes, discentes y organismos nacionales e internacionales.

La educación indígena es intercultural porque promueve la afirmación y práctica del educando en su propia cosmovisión, en lo cultural, social y científico, así como la apropiación selectiva y crítica de elementos culturales de las otras sociedades por parte de los indígenas; también se facilita la apropiación de los elementos culturales indígenas por parte de otros sectores de la sociedad nacional en forma consciente y crítica.

La educación es bilingüe porque propicia la enseñanza y uso de las lenguas indígenas como instrumento de enseñanza-aprendizaje y comunicación y el español como lengua de relación intercultural, de modo que se desarrollen léxica y estilísticamente hasta convertirse en idiomas poli funcionales. Es necesario recalcar que la lengua es una manifestación única del sentir de la persona, además es necesario entender que la lengua es el patrimonio de la humanidad, por tanto es pertinente desarrollarla adecuadamente para que cada una de las lenguas indígenas del Ecuador sean un instrumento idóneo para la educación, así como el español.

En lo que se trata dentro de la EIB, no se quiere duplicar esfuerzos en la enseñanza, ni hacer traducciones para que la alumna y alumno entiendan, el docente tiene que manejar bien los dos códigos lingüísticos tanto la lengua indígena como el español sin interferencia, así como conocer bien los conocimientos científicos de la cultura indígena y conocimientos de la ciencia universal, de no ser así, los docentes, las y los estudiantes no practicarán una verdadera interculturalidad.

La educación intercultural bilingüe, en su sentido más amplio, tiene como misión, la transmisión y participación de los conocimientos, costumbres y tradiciones ancestrales; sin embargo, por el desconocimiento y falta de investigación se están olvidando dichos conocimientos indígenas, esto ha contribuido a la desvalorización y pobreza cultural, pérdida de la lengua, distorsión de los valores culturales, llegando de este modo a la pérdida de la identidad y formando comunidades con personas alienadas.

Para contar con educandos egresados de alta calidad de los centros educativos, es necesario que los docentes tomen en cuenta la ruta que hay que seguir a cada instante en el quehacer educativo, el Modelo del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe dentro de su metodología contempla las siguientes fases:

RECONOCIMIENTO de lo que sabe o conoce el educando, (diagnóstico);

CONOCIMIENTO de nuevos aprendizajes por medio de la investigación; acción efectuada por los educandos por medio de la guía del docente;

PRODUCCIÓN de lo que aprendió; el educando pone en práctica lo que aprendió (planifica para demostrar);

REPRODUCCIÓN es el acto de volver a hacer, mejorando la calidad de lo que ya hizo o ya demostró (el educando verifica los procesos desarrollados);

CREACIÓN es el momento en el cual el educando idea nuevas formas de demostrar, (poner en juego la imaginación);

RECREACIÓN el educando mejora la calidad de lo que ya creó (supera cada vez, mejora los procesos de realización);

VALIDACIÓN de lo que hizo el educando, lo pone a consideración de la sociedad; finalmente,

VALORACIÓN es cuando el educando recibe la aprobación de la sociedad, de lo que pudo hacer. Esto se basa en los procesos intelectuales de entendimiento y comprensión de los conocimientos en combinación con la práctica con la finalidad de que las alumnas y alumnos sepan desenvolverse y reproducirlos en la vida real.

En los centros educativos en general, hasta la actualidad no han pasado del segundo escalón o sea de impartir los conocimientos; muchas veces los conocimientos que se imparten no le sirven al educando en la vida real.

El Sistema de Educación Intercultural Bilingüe tiene falencias en la aplicación de su modelo educativo, por un lado, el Sistema de Educación Hispana por medio de autoridades del Ministerio de Educación y Cultura y que, de paso sea dicho, algunos son renuentes en aceptar el Sistema de Educación Intercultural Bilingüe, están generando la globalización educativa, como consecuencia de esto se puede notar que están extinguiéndose las lenguas y conocimientos científicos de las culturas indígenas, por otra parte, las propias comunidades o padres de familia indígenas se niegan a que sus hijos se involucren con la EIB, al respecto, las organizaciones indígenas nacionales, provinciales y locales, han hecho poco o nada para que se efectúe la aplicación del MOSEIB en los centros educativos de la respectiva jurisdicción.

Para que la educación intercultural bilingüe no haya puesto en práctica su modelo educativo, existen algunas causas como las siguientes: hacen falta docentes bilingües coordinados (que sepan: entender, hablar, leer y escribir la lengua indígena y el español) formados y capacitados; el Estado ha asignado pocas partidas presupuestarias para nombrar docentes; existen muy pocos libros escolares en lenguas indígenas; dentro de los centros educativos de la EIB existen educadores hispanos con nombramiento del Sistema Educativo Hispano, muchos de ellos no coordinan ni toman en cuenta las orientaciones de los supervisores de la jurisdicción de educación intercultural bilingüe; otro factor que es necesario recalcar es que hace falta el seguimiento, asesoramiento, evaluación administrativa y educativa por parte de supervisores competentes.

También nos hemos encontrado con un fenómeno lingüístico dentro de los establecimientos educativos interculturales bilingües, los docentes como los alumnos están hablando tanto la lengua indígena como el español con un cierto grado de interferencia; no están hablando correctamente ni el castellano ni la lengua indígena, el mayor problema se ha encontrado en la cultura Kichwa, nos atrevemos a decir que se está hablando una lengua intermedia: mitad Kichwa y mitad Castellano; algunos lingüistas a esta forma de hablar lo llaman «Kichwañol» o «Chaupi Lengua».

Por último, convocamos a los responsables de la ejecución del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe, a los docentes, líderes de organizaciones indígenas y padres de familia, con el fin de realizar una intercapacitación sobre la etnoeducación, entender y practicar la etnomatemática, etnociencias naturales, etnomedicina, etnociencias sociales, desarrollar la literatura indígena y el vocabulario de las lenguas nativas, con el fin de realizar una educación más cercana a las peculiaridades del mundo indígena.


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Capital social, etnicidad y desarrollo: algunas consideraciones críticas desde los andes ecuatorianos

Víctor Bretón Solo de Zaldívar
Universidad de Lleida (España)
Investigador asociado a FLACSO / sede Ecuador

Grupo Interdisciplinar de Estudios de
Desarrollo y Multiculturalidad / GIEDEM

Correo electrónico: breton@hahs.udl.es
Lleida, octubre 2001


Resumen ejecutivo

El autor establece que la política de creación de capital social realizado por las ONGs y el PRODEPINE en el campo ecuatoriano, constituyen la forma como se concreta el control social que la globalización neoliberal requieren para el éxito de su modelo de desarrollo.

Partiendo de tres ejes: el movimiento indígena, el ajuste neoliberal y el fomento a la inversión en capital social, al autor destaca la participación de la CONAIE como un freno al modelo neoliberal, establece como las políticas asistencialistas del Estado se han convertido en una real privatización del desarrollo y cómo la formación de cuadros técnicos indígenas hace posible la concreción del desarrollo tal como es concebido por el Banco Mundial.

Dentro del controvertido y polifacético mundo de las políticas de desarrollo rural y sus vínculos con la emergencia y la evolución de los movimientos sociales en un país como Ecuador -caracterizado, entre otras cosas, por la presencia de uno de los movimientos indígenas más dinámicos del continente-, el tema de las relaciones entre las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), las financieras multilaterales que operan en el medio indígena-campesino y las organizaciones populares, se nos antoja fundamental desde la óptica de la investigación social. De hecho, ya en un trabajo anterior (1) nos interrogamos sobre las razones que inducen a muchas ONG a concentrar sus actuaciones en las áreas con mayor porcentaje de población quichua de la Sierra ecuatoriana, así como sobre los efectos de esa orientación en la consolidación de los pisos intermedios del andamiaje organizativo indígena. Los resultados, como veremos, nos indujeron a calificar a esos modelos de intervención como neo-indigenistas, así como a llamar la atención sobre la relevancia que están adquiriendo las iniciativas que, capitaneadas por el Banco Mundial y otras instituciones del entramado financiero neoliberal, se articulan alrededor de la noción de capital social. Son remarcables aquí los programas que, como el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE), apuestan por el fortalecimiento organizativo como estrategia de lucha contra la pobreza y la exclusión, haciendo así una particular adaptación de las teorías del capital social a la realidad del mundo indígena.

En este sentido, los Andes ecuatorianos constituyen un espacio representativo de los logros y las potencialidades brindadas por esta nueva forma de entender la injerencia sobre la sociedad rural. Se trata, en primer lugar, de una zona caracterizada por la presencia de un porcentaje importante de población indígena y campesina que ha estado durante décadas incluida en iniciativas desarrollistas que, como los proyectos DRI de los años ochenta, por no tomar en consideración ni las expectativas de las comunidades ni las peculiaridades de sus formas de inserción en el mercado, han tenido unos resultados más bien escasos desde el punto de vista de su sostenibilidad y su eficiencia. Con todo, la trayectoria andina ha hecho que, desde mediados de la década de los noventa, organismos como el Banco Mundial y -en menor medida todavía- el Banco Interamericano de Desarrollo y la CEPAL hayan empezado a abrir líneas de trabajo en la mencionada dirección del capital social: se intentará garantizar el éxito de los programas, en consecuencia, a partir de vincular a éstos con los intereses y las expectativas reales de los beneficiarios a través, esencialmente, de un fortalecimiento institucional capaz de dotar a los indígenas y campesinos de las herramientas necesarias para liderar la implementación de esos proyectos y hacer extensiva la participación en los mismos a la totalidad de las bases. En esa dirección, las instituciones privilegiadas dentro del andamiaje organizativo indígena han sido las organizaciones de segundo grado (OSG). No es casual, de hecho, que tanto las ONG más importantes que operan en el callejón interandino como el mismo PRODEPINE coincidan en remarcar la posición privilegiada en que se ubican las OSG: son estructuras manejables -ni muy pequeñas (e irrelevantes en términos del impacto de la intervención), ni excesivamente grandes (lo que aumentaría el riesgo de diluir los resultados)-, aparentemente bien coordinadas con las organizaciones de base que las integran y que, a juzgar al menos por la retórica de sus líderes, condensan en sí mismas todas las virtudes emanadas del comunitarismo con que tantas veces han sido estereotipados los campesinos andinos desde posiciones esencialistas.

Es muy poco todavía, sin embargo, lo que conocemos sobre la verdadera naturaleza de las OSG. Es más: las pocas investigaciones disponibles sugieren que hay un notable desfase entre lo que los teóricos que aplican la noción de capital social a los Andes piensan que son y lo que son realmente. En lugar de la imagen de caja de resonancia de las bases y de la participación popular que la literatura especializada se empeña en proyectar sobre ellas, el trabajo de campo riguroso acerca de las complejas relaciones entre las organizaciones de primer grado y las OSG evidencia, por el contrario, la existencia de un universo conflictivo, contradictorio y definitivamente alejado de ese retrato estereotipado y edulcorado de la realidad microsocial (Martínez V. 1997). Se hace indispensable, pues, perseverar en esa línea de análisis; y más en un escenario como el de los Andes del Ecuador, donde las mencionadas visiones irreales de la naturaleza de las OSG están legitimando la continuidad de políticas millonarias de desarrollo como las representadas en este momento por el PRODEPINE.

El objetivo de las páginas que siguen es, a la luz de la experiencia ecuatoriana, presentar para el debate algunas reflexiones sobre esos tres temas (capital social, etnicidad y desarrollo), así como sobre sus interrelaciones en la era de la globalización. Todo ello partiendo de una serie de premisas, tales como la empatía del que suscribe por el objeto de estudio -un movimiento social (el indígena) que ha puesto sobre la mesa, parafraseando a Rodrigo Montoya (1992), la consideración del derecho a la diferencia como un fragmento ineludible de la utopía de la libertad-; la convicción en la importancia estratégica del conocimiento científico como herramienta de cambio social; y la creencia en la indispensabilidad de desenmascarar el carácter conservador, sesgado y neocolonial de los nuevos modelos de interpretación e intervención sobre la sociedad rural. En base a ello, el texto está ordenado en torno a tres ejes: el sujeto -el movimiento indígena-, el contexto -el ajuste neoliberal- y el modelo, que no es otro que el fomento de la inversión en capital social como nuevo «tema-estrella» en las políticas de desarrollo.

El sujeto: el movimiento indígena o la etnicidad como estrategia

El advenimiento del movimiento indígena como un actor político de primera magnitud ha sido, sin duda, uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia social contemporánea del Ecuador. Aunque arranca de procesos que hunden sus raíces en las décadas precedentes, es en la de los años ochenta cuando, definitivamente, los indígenas consiguieron condensar en la CONAIE la que probablemente haya sido hasta el momento la plataforma de reivindicación identitaria con mayor capacidad de movilización y de interpelación de América Latina. Con la única salvedad, quizás, de la súbita entrada en escena de los neozapatistas chiapanecos en 1994, ningún otro movimiento indígena ha tambaleado tanto los cimientos del Estado-nación post-colonial en la región como el ecuatoriano: buena muestra de ello es la liquidación definitiva de lo que, con mucho acierto, Andrés Guerrero (1997, 2000) ha calificado como «las formas ventrílocuas de representación». De una situación secular en la cual la voz de los indígenas tenía que ser «traducida» por intermediarios blanco-mestizos que hablaban en su nombre (el de los indios), elevando así sus «demandas» a las instancias del poder, se ha pasado a otra en la que la presencia de una nueva intelectualidad indígena con capacidad para articular un discurso político propio ha roto esos mecanismos tradicionales de intermediación pública: la voz de los indios es audible -directa y claramente audible- desde que en 1990 paralizaran por vez primera el país y cuestionaran, también por vez primera, la permanencia de un esquema estatal de relaciones excluyente e inequitativo.

El gran desafío para los científicos sociales es, pues, dar cuenta de cómo fue posible semejante transformación en tan poco tiempo, si medimos éste en términos históricos: explicar cuáles fueron las circunstancias que, en las postrimerías del siglo XX, posibilitaron la viabilización de la etnicidad como estrategia reivindicativa de una parte muy importante de la población rural pobre del callejón interandino ecuatoriano. En esta línea, y dado que la etnicidad se construye y se transforma en escenarios conflictivos

(2), el discurso indianista contemporáneo puede entenderse como derivado en última instancia de las presiones que la globalización neoliberal ejerce sobre las condiciones de supervivencia de los sectores subalternos. Unas presiones que, a su vez, darían cuenta de la revitalización identitaria como uno de los medios para enfrentarlas: no parece casual que la construcción étnica emerja con frecuencia asociada a formas de protesta social y, en la particular tesitura latinoamericana de los noventa, de fuerte contenido anti-neoliberal (o, cuando menos, anti-ajuste). En mayor o menor medida, y junto a no pocos elementos específicos de cada una de las casuísticas locales, así ha sucedido en Chiapas, en el Chapare boliviano, en el altiplano occidental de Guatemala, o en los Andes ecuatorianos.

En casos como el del Ecuador, además, el escenario que han ido definiendo todos esos procesos de afirmación étnica se caracteriza por el hecho de que, ante el descalabro del Estado desarrollista y ante la crisis y el descrédito generalizado de las propuestas procedentes del espectro de la izquierda clásica, el indígena haya sido el único movimiento social con una remarcable capacidad de enfrentar a sectores muy amplios de la población contra la implacabilidad de un ajuste económico de alto coste social presuntamente «inevitable». Con esto no queremos decir que, gracias a ello, el Ecuador haya podido eludir los parámetros que delimitan hoy por hoy el devenir de las economías latinoamericanas, ni mucho menos: a la vista está, sin ir más allá, la dolarización de la economía nacional; un proceso que ha colocado al país «un paso al frente» en lo que al radicalismo en la traducción a la realidad local de los preceptos neoliberales se refiere. Lejos de ello, pensamos que la impronta de la fortaleza demostrada por el movimiento indígena en los últimos quince años se evidencia en las características del ajuste a la ecuatoriana: en lugar de un modelo unilineal y ortodoxo (como en la Bolivia de Sánchez de Lozada, en el México de Salinas o en el Perú del «fujishock»), en Ecuador los sucesivos ajustes fueron zigzagueantes, heterodoxos y sin ningún tipo de visión macro a medio o largo plazo. En el contexto de un Estado tan débil y clientelar como el ecuatoriano -históricamente débil y clientelar-, donde (con pocas excepciones) el populismo y la ausencia de escrúpulos acostumbran a ser atributos recurrentes en la clase política, la reiterada capacidad movilizadora de la CONAIE ha incidido más de lo que suele reconocerse en la errática trayectoria de la gestión económica del país, al obligar periódicamente a negociar, matizar y reorientar los lineamientos del gobierno de turno.

El contexto: el neoliberalismo y la privatización del desarrollo

Liberalización y apertura son dos de las palabras mágicas de la ortodoxia neoliberal. En su nombre se ha procedido en toda América Latina -con titubeos más o menos intensos, según los países- a desproteger los mercados internos de insumos y producciones, así como a consolidar un marco jurídico capaz de garantizar el funcionamiento de un verdadero mercado de tierras plenamente capitalista. Sin menoscabo de la repercusión -dramática repercusión- que el primer tipo de medidas ha acarreado sobre las pequeñas explotaciones familiares de la región, este último aspecto ha supuesto, pura y llanamente, romper el pacto agrario del Estado con los campesinos, pacto a través del cual -recuérdese- el Estado había acostumbrado a mitigar -que no eliminar, ni mucho menos- los conflictos y a garantizar la paz social durante el dilatado período desarrollista. Esa fue al menos la primera consecuencia de las contrarreformas privatizadoras de México (1992), Perú (1993), Ecuador (1994) o Bolivia (1996).

Ese proceso vino acompañado de una substitución del principio de la reforma agraria integral como leif motiv de las políticas a implementar sobre la sociedad rural por el del desarrollo rural integral. Una substitución nada baladí, puesto que implicó abandonar la pretensión de una transformación estructural global del sector agrario en aras de una intervención parcial y focalizada a determinados grupos de productores rurales; abandono que supuso, en segundo lugar, mutar su concepción inicial como estrategia de desarrollo en otra meramente asistencialista, a modo de programa social limitado y fragmentado por definición. El contexto institucional en que se ha intentado llevar a la práctica el paradigma del DRI (y post-DRI) es, por otro lado, el de un desentendimiento cada vez más notorio del Estado hacia estas cuestiones y el de la lógica proliferación de nuevos agentes en el medio rural -ONG de toda clase y orientación- que van a ir suplantando poco a poco al Estado en unas esferas de actuación casi desdeñadas por los poderes públicos. Hemos asistido como sin saberlo, en suma, a una privatización en toda regla de las políticas y las iniciativas en desarrollo rural.

Partiendo de esa realidad, la tesis que planteamos -tesis compartida con otros autores y sobre la cual empiezan a acumularse evidencias empíricas- es que el modelo de cooperación al desarrollo actual, fundamentado en buena parte en la actuación de las ONG, es la contraparte neoliberal en lo que respecta a las políticas sociales en muchos países de América Latina. Es verdad que la presencia de ONG en la región no es nueva, y que en el caso del Ecuador algunas de las más importantes se remontan a los tiempos de las luchas por la tierra. Lo que sí es realmente novedoso es la proliferación y la entrada masiva en escena de esta clase de organizaciones a partir de los inicios de la década del ochenta. Los datos aportados por Jorge León (1998) son bien ilustrativos al respecto: casi tres cuartas partes (el 72,5%) de las ONG que hicieron aparición en Ecuador a lo largo del siglo XX (hasta 1995) vieron la luz en los quince años que van de 1981 a 1994 (3); es decir, a la par de la puesta en marcha de las diferentes políticas de ajuste ensayadas desde 1982. Se constata, así, la existencia de una relación directa entre el replegamiento del Estado del ámbito de las políticas de desarrollo y el incremento, en plena crisis, de ONG en activo cuya intervención ha servido para tejer un cierto «colchón» capaz de amortiguar (siquiera someramente) los efectos sociales de aquélla. Desde este punto de vista, es innegable que forman parte del engranaje de un modelo global tremendamente acomodaticio para con el ajuste, por heterodoxo que éste sea.

Por otra parte, y atendiendo al ámbito específico de las intervenciones sobre el medio rural, ese brusco cambio de contexto macro también incidió sobre aquéllas otras ONG con mayor solera, en el sentido de que tuvieron que enfrentar un proceso más o menos traumático de redefinición de sus prioridades, de sus métodos y del papel a desempeñar en el escenario regional. Hay que decir, empero, que este proceso puede darse -y así ha sido en muchos casos- incluso a pesar del propio código ético de los responsables locales de las ONG: suelen ser las financieras externas (habitualmente europeas o norteamericanas) las que imponen las temáticas, los plazos y las orientaciones políticamente correctas de los proyectos a ejecutar. De ese modo, la economía política del neoliberalismo ha ido exigiendo a las viejas ONG repensar y replantear sus relaciones con el Estado, con el mercado y con los beneficiarios, generando a menudo una verdadera crisis en términos de identidad, legitimidad y continuidad institucional.

Nos parece oportuno señalar, por último, que el paradigma de intervención representado por el modelo de las ONG es, paradójicamente, una suerte de anti-paradigma o, si se prefiere, de no-paradigma. Decimos esto porque, en realidad, hay tantos modelos de actuación sobre las comunidades campesinas como agencias de desarrollo, siendo sencillo encontrar parroquias rurales del callejón interandino en cuyo territorio opera simultáneamente una multiplicidad inusitada de aquéllas. Además de la yuxtaposición consiguiente de otras tantas pequeñas estructuras burocrático-administrativas -aspecto éste que pone en entredicho la mayor eficiencia de las ONG en términos operativos-, esto genera la superposición sobre la misma base social de proyectos ejecutados desde patrones con frecuencia contrapuestos: no cuesta mucho, por poner un ejemplo recurrente, ubicar en los Andes comunidades indígenas sobre las cuales se estén implementando iniciativas inspiradas en la agroecología junto a otras emanadas de los preceptos más clásicos de la revolución verde. Adoleciendo por lo general de una visión holística e integrada de la realidad social, el cuadro que se obtiene con perspectiva es el de un coro con multitud de voces, con multitud de melodías y con multitud de directores que avanza, a trompicones, en una curiosa sinfonía sin un fin preciso, sin un horizonte claro y sin poder converger mínimamente en una partitura común que permita al menos evaluar cabalmente los resultados parciales a la luz del conjunto. Semejante heterogeneidad en los intereses y en los enfoques fomenta, como es lógico, todo tipo de reticencias a la colaboración interinstitucional a gran escala, aunque sólo sea por la simple incompatibilidad de paradigmas, además de una competencia ciertamente darwiniana por unos recursos -los de la cooperación- por definición escasos en relación a las ingentes necesidades del «desarrollo» convencionalmente entendido.

Notas

1. Este texto recoge, matiza y desarrolla algunas de las conclusiones de mi libro Cooperación al desarrollo y demandas étnicas en los Andes ecuatorianos. Ensayos sobre indigenismo, desarrollo rural y neoindigenismo, publicado en FLACSO / sede Ecuador (Quito, 2001).

2. Frente a las posiciones esencialistas -harto frecuentes en la literatura sobre el tema-, partimos aquí de una visión construccionista de la etnicidad: las identidades colectivas entendidas, no como entidades estáticas e inmutables, sino como construcciones sociales que, fundamentadas en un conjunto variable y arbitrario de indicadores étnicos, pueden encerrar un gran potencial estratégico desde el punto de vista de las demandas sociales, políticas y económicas.

3. Arcos y Palomeque (1997, 25-26) elevan la proporción hasta el 80%.


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