Boletín No 133

ICCI

Editorial

Los guerreros del agua


Desde las profundidades de la tierra, la savia de la Pachamama recorre nuestros espacios habitados. Nos inunda, nos baña, nos sumerge, nos da vida. Acaricia los cultivos, juguetea en los cuerpos, irriga nuestras almas. Las cascadas, los ríos, las vertientes, son las almas de nuestros ancestros.

El agua se mueve por las selvas, se desliza entre las esponjas del páramo, sigue su recorrido vestida de lluvia y se posa sobre nuestros platos, en nuestros alimentos.

Nuestra relación con la Yaku Mama es particular: no podemos devolverle nada de lo que nos regala, es físicamente imposible, lo ha sido siempre. Por eso, los pueblos y naciones originarios recibimos la tarea de ser sus guardianes, de cuidarle, de velar por ella. Esa es la forma que encontramos para relacionarnos en reciprocidad con ella.

Los pueblos y naciones somos los centinelas del agua, hemos asumido nuestra tarea vital. Gracias a que no hemos claudicado, el resto del mundo tiene la oportunidad de mantener la vitalidad.

Sin embargo, la perversa lógica del capitalismo ha logrado agotar nuestros recursos, pasar por encima de los guardianes, pero además pasar por encima de la lógica de supervivencia tan positivista del mundo occidental y sangrar al planeta hasta la última gota.

Entonces, los gobiernos que atentan contra la vida se han impuesto la tarea de ignorar a los guardianes y de regalar el agua, porque lo que han hecho es ofrecer en bandeja de plata, como si se tratase de una propiedad privada, a nuestra Yaku Mama. Además de entregar impunemente el agua en manos de los grupos que controlan el capital, la Asamblea Nacional del Ecuador ignoró la propuesta de Proyecto de Ley elaborada por el Movimiento Indígena. La comisión encargada, ni siquiera revisó ni discutió los nudos críticos señalados por la propuesta del Movimiento.

Como consecuencia, los guardianes se pusieron en pie de lucha. Marcharon haciendo sonar sus tambores de advertencia.

En una movilización multitudinaria, convocada por el Movimiento Indígena del Ecuador, más de 8 mil delegados y delegadas de los pueblos y nacionalidades marcharon el jueves 8 de abril hacia la Asamblea Nacional para exigir que se respete la vida, el Sumak Kawsay de los pueblos, que el proyecto de la nueva Ley de Aguas violenta.

Marcharon los guardianes del agua, para dejar en claro que sin la participación de los pueblos y nacionalidades no se pueden elaborar leyes en la Asamblea Nacional. “¡El agua no se vende, el agua se defiende!” es la voz de los pueblos y nacionalidades.

Es nuestra voz, aquella de quienes alimentamos a las ciudades; de nosotros, de los que oímos respirar a los ríos; de nosotros, quienes oímos el canto de las vertientes. Levantamos nuestra voz en contra de aquellos quienes quieren adueñarse de la vida. Porque el agua es eso: vida. La lucha es por la defensa de la comunidad, por la defensa de la Pachamama.

El Movimiento Indígena del Ecuador se mantiene alerta, atento; Los pueblos y naciones estamos vigilantes, como centinelas de la vida.

El presidente de la CONAIE fue categórico cuando afirmó:

¡No queremos leyes impuestas, porque nosotros no obedeceremos esas leyes!’

Somos nosotros, esos guardianes, quienes tenemos que apelar a la desobediencia como medida de presión para que dejen de atentar contra la vida de nuestros descendientes en aras de asegurar un beneficio a corto plazo par aquellos quienes concentran mucha riqueza en pocas manos.


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La deuda climática como una estrategia política subversiva


Nicola Bullard

Quizás sin entender plenamente el significado ni las implicaciones, los movimientos progresistas han gravitado en torno a la consigna de la «deuda climática» como un camino hacia el complejo mundo de las negociaciones sobre el clima.

Es fácil entender por qué: la deuda es un concepto simple y en un mundo justo, las deudas deben ser pagadas. Sin embargo, -más que eso- la noción de deuda climática llega al centro de la política en torno al cambio climático. Plantea la cuestión central de la responsabilidad histórica y de quién debe a quién y para qué. Y mediante la redefinición de la «deuda» como un problema sistémico en lugar de un problema financiero, replantea las tradicionales relaciones entre ricos y pobres. Por lo general, son los ricos quienes son los acreedores, exigiendo el pago a los pobres, pero la deuda climática invierte esta relación: ahora son los pobres y los marginados -el Sur Global- quienes reclaman sus deudas, no para beneficio personal, sino para el futuro de la humanidad y la Madre Tierra.

En tal sentido, la deuda climática es una idea potente que vincula problemáticas, grupos sociales y estrategias, con el atractivo añadido de usar un lenguaje sencillo como un caballo de Troya para introducir ideas complejas y potencialmente subversivas. Pero si no tenemos una idea clara de lo que «nosotros» entendemos por deuda climática, siempre existe el riesgo de que los principios e ideas que la sustentan sean cooptadas y se diluyan. Tal vez no exista una definición definitiva de la deuda climática, pero como movimientos y activistas por la justicia social, es útil tener una visión común de lo que queremos decir, y lo que estamos pidiendo.

¿Qué es la deuda climática?

El concepto de deuda ecológica ha estado presente durante varios años. Acción Ecológica de Ecuador habla de la deuda ecológica como «la deuda acumulada por los países del Norte industrial hacia los países y pueblos del Sur a causa del saqueo de recursos, los daños ambientales y la ocupación libre del espacio ambiental como depósito de desechos, tales como los gases de efecto invernadero».

En términos contables, la deuda climática es sólo un renglón en el balance mucho mayor de la deuda ecológica, pero puede ser dividida en partes comprensibles y medibles.

Una parte de la deuda climática se refiere a los impactos de la emisión excesiva de gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global: fenómenos climáticos extremos y frecuentes, inundaciones, sequías, tormentas, pérdida de tierras cultivables y de la biodiversidad, enfermedades, falta de acceso a la tierra, migración, pobreza y muchos más. En el lenguaje de la ONU, estos impactos humanos muy reales son agrupados y puestos en «cuarentena» como los costos de «adaptación».

Un segundo elemento de la deuda climática es el costo de la reorganización de las sociedades y las economías de tal manera que las emisiones de gases de efecto invernadero sean radicalmente reducidas: es lo que se llama mitigación, y abarca a casi todos los aspectos de la actividad humana desde la agricultura, la energía y el transporte, hasta la forma en que las ciudades se organizan, los patrones de consumo y el comercio mundial. Para el gobierno boliviano es equivalente a una «deuda por desarrollo», que sería compensada al garantizar que todas las personas tengan acceso a servicios básicos y que todos los países sean lo suficientemente industrializados para garantizar su independencia.

Una tercera parte de la deuda es más difícil de calcular: algunos lo llaman la deuda de las emisiones. Se refiere al hecho de que los países ricos han gastado la mayor parte de la capacidad de la atmósfera para absorber gases de efecto invernadero, sin dejar «espacio atmosférico» para el que el Sur pueda «crecer». Dado que existe una correlación muy alta entre el crecimiento económico y las emisiones de gases de efecto invernadero en el contexto tecnológico actual, esto equivale a decir que los países en desarrollo deben limitar su crecimiento económico. La única manera de compensar esta deuda es si los países ricos reducen drásticamente sus propias emisiones.

El gobierno boliviano incluye otros dos elementos en el cálculo de la deuda climática. Además de la adaptación, la mitigación y la deuda de las emisiones, identifica una «deuda de migración», que quedaría compensada por el abandono de prácticas restrictivas de la migración y con el tratamiento de todos los seres humanos con dignidad; y, por último, la deuda con la Madre Tierra.

De acuerdo con el gobierno boliviano, esta deuda es «imposible de compensar por completo, debido a que las atrocidades cometidas por la humanidad han sido demasiado terribles. Sin embargo, la compensación mínima de esta deuda consiste en reconocer el daño causado y la adopción de una Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de la Madre Tierra, para garantizar que los mismos abusos no se repitan nunca más en el futuro. «

Teniendo en cuenta todos estos componentes, la deuda de los ricos a los pobres es inconmensurable.

¿Quién es responsable de la deuda climática?

Esta pregunta está en el centro de las negociaciones de la CMNUCC, pues, detrás del lenguaje técnico, en el fondo se trata de dinero e intereses económicos. Es por eso que EE.UU. impulsó el Acuerdo de Copenhague durante la COP 15; para redefinir quién es responsable y así evitar el pago de sus cuotas.

La situación actual es que los países ricos -y especialmente los que tienen la mayor acumulación de emisiones históricas- simplemente no están dispuestos a pagar su deuda. Después de haber acumulado su riqueza y seguridad sobre las espaldas de los pobres, a través de la destrucción de la naturaleza y la extracción de recursos, los países europeos ricos, EE.UU., Japón, Australia y Canadá se niegan a pagar la factura, tanto en términos de los costes reales de mitigación y adaptación, como también en términos de cambiar su propio consumo despilfarrador. No sólo se niegan a reducir sus propias emisiones –y de esta forma trasladan a los demás la carga de la reducción- sino que también están tratando de echar la culpa a los países en desarrollo como China, Brasil e India, cuyas emisiones actuales están creciendo a un ritmo rápido.

¿La deuda se podrá pagar?

Si bien algunos aspectos de la deuda se pueden contar y calcular -por ejemplo, los costos de las tecnologías limpias, la restauración de los bosques devastados, el recambio a la agricultura sostenible o la construcción de infraestructura apropiada al clima-, la deuda real no puede ser calculada. Es mucho más que una cifra o dinero; la deuda climática simboliza más de 500 años de relaciones desiguales entre el Norte y el Sur, entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados.

La deuda climática es también una medida de la total locura del capitalismo -ya sea como mercado libre o estatal- como modelo para la gestión de la sociedad humana y los ecosistemas de la Tierra. En última instancia, la única manera de que la deuda se podría pagar es asegurando que las relaciones históricas de desigualdad sean rotas de una vez por todas y que no se acumulen «nuevas» deudas. Esto requiere de un cambio de sistema, tanto en el Norte como en el Sur. Por eso la deuda climática es una idea tan subversiva. (Traducción ALAI).

ALAI


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Entre el dolor y la ira


Tito Tricot

De pronto, sin aviso alguno, rugió la tierra con tal furia que huyeron despavoridos los pocos ángeles azules que aún merodeaban la noche en busca de algún amor incauto. Y se nos cayó el cielo a pedazos en una lluvia interminable de polvo, vidrio y abisal oscuridad. Entonces nos golpeó sin misericordia la inconmensurable fragilidad de la vida y se nos alborotó la garganta de atávico espanto. Nadie puede describir con precisión aquellos momentos interminables cuando el tiempo se detuvo en medio del ensordecedor ruido y de nuestra abrumadora angustia. Cada golpe, cada caída, cada explosión, cada minuto nos apretaba más el corazón mientras sólo susurrábamos o gritábamos para que se detuviera la Tierra, la madre Tierra. Sólo un momento para recuperar el aliento perdido entre las penumbras del peor terremoto en la historia de Chile.

Y faltaba aún la furia del mar que en pocos minutos arrasó con poblados enteros sembrando el dolor y el miedo. Pero pronto ese dolor se transformó en ira, pues la Armada de Chile, arrogante y obtusa, había declarado categóricamente que no había posibilidad alguna de maremoto en nuestro país. Y lo mismo señaló el gobierno. Entonces mucha gente que había huido a los cerros retornó a sus hogares para intentar rescatar algunas pertenencias, sólo para morir aplastada por el agua que nunca debió estar ahí según el gobierno. Que, por lo demás, desde el comienzo trató de minimizar la tragedia, balbuceando incoherencias, negando urgencias y riesgos mientras en el sur y en la isla Juan Fernández la gente se moría de océanos desbordados. El terremoto es causa de la naturaleza, las víctimas del maremoto son responsabilidad de la Armada y del gobierno, porque la tragedia era evitable.

La guerra contra un pueblo inerme. Y duele hasta el alma constatar la magnitud de la catástrofe, la soledad de los desaparecidos, el llanto de los niños y la enorme y extensa devastación cuando algo de ello era evitable. Sin embargo, la soberbia de la élite dominante que se asume infalible sirvió para —con la ayuda de los medios de comunicación— cambiar violentamente la realidad y así las victimas pasaron a ser saqueadores y delincuentes. El discurso se propaló sin piedad alguna y se le acompañó —¡cómo no!— con 12 mil militares y toque de queda. Y volvieron los tanques y las metralletas a mancillar el paisaje sureño, como en tiempos de dictadura. Y volvieron también las amenazas cuando lo principal pasó a ser la seguridad y el orden público. Por la razón o la fuerza se defenderá la propiedad privada, dicen, flanqueados por los comandantes en jefe de las fuerzas armadas, como si esto fuera guerra.

En el intertanto la gente continúa aislada, sin alimentos, sin luz o agua, sin abrigo y sumidos en la más completa incertidumbre mientras las autoridades defienden a los ricos. Parece increíble, pero en lugar de distribuir alimentos, proporcionar frazadas o habilitar albergues, el gobierno ha declarado la guerra a un pueblo inerme. Nadie puede condonar o aceptar el saqueo de electrodomésticos o implementos suntuarios, pero la mayoría de la gente sólo necesita comer. Por lo demás, nada de ello hubiese ocurrido si las autoridades hubiesen reaccionado con celeridad y eficiencia en lugar de ocultar su estulticia con la violencia del fusil. Aquí no se necesita represión, sino compasión; no se requieren balas, sino que comida. Y respuestas, no sólo de las autoridades, sino que también de los empresarios que se han hecho millonarios en el Chile neoliberal y cuyos edificios, casas, puentes, carreteras y pasarelas se derrumbaron como castillos de arena, cercenando vidas y destruyendo sueños de miles de chilenos.

No sólo en el sur, claro, sino que en Valparaíso, Quilpue, Santiago, y centenares de ciudades y pueblos donde el terremoto golpeó con inusitada furia, aunque no salga en las noticias, porque la guerra unilateral del gobierno se está librando en Concepción, Constitución, Chiguayante. El resto de Chile debe esperar, sin agua o luz, en la calle, en los parques, en medio del temor de las centenares de réplicas que te hacen saltar el corazón de tanto en tanto. Nada importa a las autoridades, sólo la defensa incondicional de la propiedad privada, por eso hoy nos movemos entre el dolor y la ira de un terremoto que vivirá para siempre en nuestra memoria. No lo olvidaremos jamás, como tampoco olvidaremos la singular guerra contra un pueblo que sólo quería comer el día después que la tierra y el mar nos estremecieron el alma sin aviso previo.

Sociólogo mapuche, columnista del periódico Azkintuwe.
Ojarasca, 4 de marzo 2010


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El nuevo acaparamiento de tierras en américa latina


GRAIN

Las comunidades de todo el mundo —pero también de América Latina— están sufriendo una renovada invasión de sus tierras, que asume ahora un nuevo rostro. No son los terratenientes de antes, herederos de los invasores europeos que abrieron encomiendas, juntaron esclavos y explotaron los dominios coloniales. No son los grandes finqueros de los últimos dos siglos, que expandieron sus dominios a costa de los territorios de los pueblos indios para emprender negocios de exportación con monocultivos básicos como la caña de azúcar, el café, el cacao, el banano, el henequén, el chicle o la madera, y que dependían de los peones acasillados, en el sistema de “servidumbre por deuda” —literalmente presos de sus patrones. No son ya ésos que impusieron y expandieron por vez primera el sistema industrial agrícola, ni quienes saquearon los saberes ancestrales de la gente para irse adaptando a sus nuevos entornos y a desconocidas condiciones climáticas.

Esos personajes, ligados a terrenos y haciendas, estaban ahí, devenían en jefes políticos de la localidad o la región, guerreaban entre ellos con muchos muertos para consolidar sus feudos, se hicieron de enemigos y forjaron alianzas, algunas muy nefastas, para controlar tierras, agua, mano de obra, comercio, elecciones, políticas públicas y derechos de paso y hasta el derecho a la vida. Pero estaban ahí. Vivían ahí o iban con frecuencia a sus propiedades, y como tal estaban sujetos a la resistencia real de los pueblos a los que  invadieron, despojaron  y explotaron. Las comunidades que luchaban por sus tierras podían hacer algo directamente, sabían contra quién combatían, dónde hacerlo y cuándo.

La historia de América Latina es una historia de conflictos agrarios, en defensa de los territorios ancestrales de los pueblos. Pero hoy, los acaparamientos de tierras traen tras de sí un aura de “neutralidad”. Son debidos, nos explican en los folletos gubernamentales, a la inseguridad alimentaria, a la crisis mundial de alimentos “que nos obliga a cultivar, donde podamos, nuestros propios alimentos y aunque disloquemos la producción, traeremos los alimentos al país para beneficio de nuestra ciudadanía”. Hurgando un poco, asoma la cola el monstruo financiero que impulsa desde grandes consorcios y empresas conjuntas, capitales diversos para invertir en tierras, producción, exportación e importación de productos básicos, en especulación alimentaria.

Estos inversionistas extranjeros han acaparado en pocos años millones de hectáreas de tierras de cultivo en América Latina para producir cultivos alimentarios o agrocombustibles y exportarlos. Gran parte del dinero proviene de fondos de pensión, bancos, grupos de inversión privada de Europa y Estados Unidos, o de individuos acaudalados como George Soros, y fluye a través de mecanismos de inversión en tierras de cultivo puestos a operar mediante compañías extranjeras y locales. Cosan, la compañía más grande de Brasil, cuenta con un fondo de inversiones especializado en tierras de cultivo, Radar Propriedades, que compra tierra agrícola brasileña a nombre de clientes tales como la Teachers’ Insurance and Annuity Association-College Retirement Equities Fund [un fondo de inversiones de retiro y seguridad del profesorado] en Estados Unidos. El grupo Louis Dreyfus, una de las multinacionales más grandes del mundo en el comercio de granos, cuenta con un fondo semejante en el cual el American International Group (AIG) ha invertido 65 millones de dólares.

Mientras la atención de los medios está puesta en negocios agrarios en África, cuando menos la misma cantidad de proyectos (e incluso más) comienzan a funcionar en América Latina, donde los inversionistas proclaman que sus inversiones en tierras agrícolas son más seguras y menos controvertidas —pasando por alto las prolongadas luchas agrarias vigentes en prácticamente todos los países del continente. Así, más y más inversionistas y gobiernos de Asia y del Golfo Pérsico enfocan sus esfuerzos en América Latina, y la consideran un lugar seguro para dislocar su producción alimentaria.

La mayoría de los gobiernos en América Latina están dispuestos a estos nuevos negocios, y las misiones diplomáticas van con frecuencia al extranjero a vender las ventajas de invertir en las tierras agrícolas de sus países. Hace poco, el ministro brasileño de desarrollo, Miguel Jorge, le dijo a los reporteros: “Algunos príncipes saudíes con quienes nos reunimos el año pasado […] le dijeron al presidente Lula que no querían invertir en agricultura en Brasil para vender aquí en el país, sino que quieren fuentes de abastecimiento de alimentos. Necesitan comida. Así que podría mucho más efectivo que invirtieran en la agricultura de Brasil para que nosotros fuéramos los abastecedores directos de esos países”.[1]

Pero Brasil no es sólo un objetivo de los nuevos acaparadores de tierra, es también un promotor de acaparamientos. Los inversionistas brasileños, con respaldo de su gobierno, están comprando tierras para producir alimentos y agrocombustibles en un número creciente de países de América Latina y África. El gobierno brasileño, por ejemplo, está financiando la construcción de caminos, puentes y otras infraestructuras en la vecina Guyana para abrir la sabana Rupununi, muy frágil ecológicamente, a proyectos agrícolas de gran escala de donde se exportarán cultivos a Brasil. La compañía semillera multinacional RiceTec se ha acercado al gobierno de Guyana interesada en 2 mil hectáreas de tierra en la misma región —un ecosistema diverso y frágil que es la casa de varios pueblos indígenas. Algunos productores brasileños de arroz que ahora negocian con el gobierno de Guyana contratos de arrendamiento por 99 años en tierras indígenas de la sabana Rupununi, se habían visto forzados por resoluciones de la Suprema Corte de Brasil a abandonar tierras que le habían arrebatado ilegalmente a comunidades indígenas en el lado brasileño, en Raposa Serra do Sol.[2]

Con esta manera de hacer negocios, los antiguos invasores y terratenientes logran nuevas oportunidades de acaparar tierras, con menos riesgos políticos y económicos, y un nuevo aire “respetable” de “inversionistas extranjeros”.

Evadir responsabilidades

Mucho está en juego en esta nueva ola de acaparamientos de tierras a gran escala. Cualquier país que venda, o arriende a largo plazo, grandes extensiones de tierra de cultivo a otros gobiernos o compañías extranjeras está poniendo en riesgo su propia soberanía nacional. Tales arreglos contribuyen al desmantelamiento general del Estado —se reducen más y más funciones del Estado y sus aparatos, o éstas se privatizan y se transforman para corresponder con los intereses de los grandes negocios—  con lo que ocurre una desterritorialización mayor de muchos pueblos y comunidades. Y por ende hay un arreciamiento de la migración, un dislocamiento de mano de obra, y una dislocación de los cultivos, dado que los gobiernos o los inversionistas privados se apoderan de tierra para producir alimentos para exportarlos. Los inversionistas extranjeros llegan al país huésped con sus semillas y sus tractores, incluso con sus trabajadores, aprovechan el agua, le extraen los frutos a la tierra y luego los embarcan a sus países de origen o al mercado global de mercancías de exportación. Esos países “huéspedes” no pueden ser considerados entonces exportadores en el sentido tradicional, dado que tales países, o incluso su gente, realmente no están involucrados en estos proyectos, es sólo la tierra [vista como mercancía] que las corporaciones explotan para sus propias ganancias, sin restricción alguna. Esto implica entonces un desfasamiento general de la economía.

Y no obstante, las ansiadas tierras nunca están vacías, ni están ociosas, y siempre hay gente local que las necesita con urgencia. Entonces el actual acaparamiento agrario nos fuerza una pregunta vital: ¿de quién son las tierras/territorios que están siendo acaparadas, controladas?, ¿mediante qué mecanismos legales es que los gobiernos, o los particulares, ponen a disposición de otros gobiernos o de empresas de todo tipo esas extensiones inmensas de tierras?, ¿tienen dueño o los Estados las expropian para poder realizar los arreglos comerciales ad hoc?

Se dice como excusa que en muchos casos las tierras no se venden sino que se rentan, pero qué propicia más la devastación sin miramientos de las tierras: ¿que se vendan, o que se renten por cincuenta o noventa y nueve años? Al final de tales contratos, los “inquilinos” regresarán una tierra agotada, erosionada, contaminada, a la cual será muy difícil recuperarle su fertilidad, y ellos simplemente se mudan a nuevas tierras “disponibles”. La consecuencia directa es que con estos acaparamientos se expande la agricultura industrial con su modelo destructivo.

Estos nuevos acaparamientos complican también las posibilidades de que los pueblos defiendan sus territorios. El invasor es más difícil de identificar. Los mecanismos jurídicos necesarios y el marco donde se pueden asentar los litigios por despojo, o los litigios por devastación o contaminación directa o aledaña dejan de ser claros. El nuevo corporativismo agrario es anónimo, o casi. Aun cuando identifiquemos a los inversionistas, están protegidos de las comunidades por la distancia y por las enmarañadas y densas estructuras legales. Cualquier “batalla” contra ellos estará situada en otro espacio y en otros tiempos que las comunidades u organizaciones afectadas no tienen potestad de definir.

Los Estados, en lugar de proteger a su gente, protegen las inversiones de los gobiernos o compañías extranjeras —criminalizando y reprimiendo a las comunidades que defienden sus territorios. Las fronteras pierden sentido. Las estructuras del Estado “huésped” sirven a patrones venidos de fuera, pero no como en el sistema colonial de tributación, sino en el esquema mercantil neoliberal cuyas regulaciones están en los Tratados de Libre Comercio y no en las Constituciones nacionales.

Pero el objetivo más profundo de los grandes capitales en esta nueva ola de acaparamiento agrario es controlar totalmente la producción de alimentos. Han estado sentando las bases para ello durante los últimos cincuenta años y ahora intentan cosechar. El acaparamiento de tierras no es simplemente la última oportunidad de hacer inversiones especulativas con ganancias grandes y rápidas: es parte de un largo proceso de toma de control de la agricultura por parte de las corporaciones con intereses agroquímicos, farmacéuticos, de transporte y venta de alimentos. Por eso los autogobiernos comunitarios dispuestos a defender sus territorios, sus regímenes de bienes comunales y sus sistemas propios de manejo territorial, son un freno a todo este esquema.

Las organizaciones que impulsan la soberanía alimentaria desde abajo, desde el nivel comunidad, entienden con mucha claridad que su lucha se vuelve imposible o se dificulta muchísimo en los regímenes o países que permitan el acaparamiento de tierra, porque sin una tierra propia, cualquier producción se mediatiza. Entonces más y más comunidades y organizaciones insisten en que debemos propiciar un anclaje entre cosechas propias, semilla nativas y sus saberes locales libres, autogobiernos y territorios con control de agua, bosque, suelos, patrón de asentamiento y recorridos, e insisten en su autogobierno, y en que las decisiones se toman en asambleas.

En cambio, los nuevos dueños de la tierra buscan volver a confinar los ámbitos comunes, pero ahora en el anonimato “neutro” de extranjeros que desde sus lejanos países controlan a distancia nuestros destinos. Ya no tienen que invadir; hacen tratos comerciales. Ya no tienen la carga de mantener esclavos; tienen peones hiper-precarizados. Ya no se responsabilizan por combatir a los insumisos, que eso lo haga el gobierno huésped o los sicarios a modo, proporcionados por compañías internacionales que prestan ese servicio. El neoliberalismo es la invención de fórmula tras fórmula para evadir responsabilidades. Para remontar la corriente  tenemos que basar nuestro futuro en la responsabilidad.


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