Boletín No 78

ICCI

Editorial

El Congreso de Pachakutik


A propósito de realizarse el Congreso del movimiento Pachakutik el 30 de septiembre al 1 de octubre del 2005 en la ciudad de Ambato, es necesario hacer algunas reflexiones sobre su existencia desde su aparecimiento en 1996. Su constitución tiene como objetivo establecer condiciones para generar cambios sustanciales dentro de la institucionalidad; utilizar estos espacios en función de transformar el sistema político vigente; el Movimiento Pachakutik es, desde la perspectiva de su creación, un mecanismo político para confrontar lo que el movimiento indígena había cuestionado a una estructura de Estado y un Sistema Político colonial, una sociedad que se desmorona en sus instituciones y una deslegitimización de sus representantes. Pero estos objetivos que tienen que ver con el proyecto histórico político del Movimiento Indígena no se ha puesto en práctica, aún esta postergada la propuesta de construcción del país que todos soñamos, lo que es peor, se está contribuyendo a la vigencia del mismo enmarañado sistema que ha fracasado. La desinstitucionalización del Estado es cada vez más evidente, la agudización de la crisis social, económica, política y moral es un  hecho. El movimiento Pachakutik comienza a caminar solo, a tener una autonomía no dada pero decisiva, y desde esa perspectiva se realiza la alianza con Lucio Gutiérrez y el grupo de militares que determinó la destitución del ex presidente Jamil Mahuad. La breve experiencia en el gobierno de Gutiérrez fue catastrófica para el movimiento indígena. El poder sedujo y caló hondo en las estructuras del movimiento Pachakutik; el protagonismo y la legitimidad ganadas en grandes jornadas de luchas políticas se vio deteriorada en los pocos meses de gobierno; la ruptura con el traidor Gutiérrez fue inminente.

Después de esta experiencia dura para el movimiento indígena, los continuos errores del movimiento Pachakutik en el Congreso Nacional, apoyando una Ley de aguas que privatizaba el recurso; la actitud inmoral de algunos diputados apegados al hombre del maletín; el estar adscritos a las decisiones del partido socialcristiano y la izquierda democrática, partidos oligárquicos responsables de la grave crisis económica y política en la que vive el país, a pretexto de estar en la oposición golpea gravemente lo que es el proyecto histórico político de la CONAIE. Pachakutik no ha demostrado en su práctica política el asumir de manera radical el enfrentamiento directo al sistema político.

Es cierto que a nivel electoral hay estructuras organizativas en todo el país; que hay autoridades ganadas por el voto popular; se han ganado algunos espacios a nivel institucional; que se han impulsado algunas acciones democráticas y de defensa de la soberanía nacional. Pero para fortalecer el proyecto histórico político de la CONAIE y construir el anhelado Estado Plurinacional digno y soberano, es necesario que el movimiento Pachakutik en el Congreso a realizarse en Ambato, enderece radicalmente su postura política y ponga en práctica en todos los espacios de la institucionalidad el proyecto político original. El movimiento Pachakutik tiene que confrontar al sistema injusto que vivimos, tiene que ir abriendo el camino por la que transitarán las esperanzas de su propia gente y la de millones de ecuatorianos que se debaten en la miseria y pobreza, solamente así el movimiento Pachakutik se reivindicará y tendrá sentido su existencia

El Movimiento Pachakutik como un frente de lucha política alternativa instrumento de lucha desde el interior de la institucionalidad al parecer se enreda en los hilos de la misma institucionalidad haciendo juego al sistema, se olvida de que este terreno es frágil y es ajeno, por lo tanto un espacio de alto riesgo que puede ser fácilmente atrapado por los mecanismos de la cooptación desde esas instancias no se han construido propuestas ni se ha demostrado cambio.

El Movimiento Pachakutik como un espacio de alianzas y unidad de los diferentes sectores sociales y populares en el propósito de establecer una convergencia sobre una propuesta histórica de país, se ha convertido en un movimiento funcional e instrumental del sistema electorero a todo nivel.


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¿Más allá del neoliberalismo étnico?
Enseñanzas desde los andes del Ecuador
Parte I

Víctor Bretón Solo de Zaldívar1


En una asamblea realizada durante la última semana del mes de junio de 2005, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) resolvió solicitar al Estado ecuatoriano –a través de su Ministro de Economía y Finanzas– que no acordara con el Banco Mundial la financiación de la segunda fase del Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros del Ecuador (PRODEPINE). Se trata de una decisión de hondo calado porque esa iniciativa –al menos su primera etapa– había devenido en una especie de icono en materia de etnodesarrollo a escala continental y, en el caso ecuatoriano, en la “joya” de la cartera de intervenciones sociales del Banco Mundial en el país. Es también un posicionamiento importante porque, acaso por vez primera en América Latina, supone un rechazo frontal a la implementación de proyectos de desarrollo a cargo de la deuda externa, principal fuente financiera de PRODEPINE; rechazo que viene desde –y ahí está lo más remarcable– sus supuestos beneficiarios.

Más allá de las repercusiones que esta decisión pueda desatar a diferentes niveles (¿cuál será, por ejemplo, la respuesta del staff del Banco ante una negativa que cuestiona los cimientos de una línea de actuación considerada por él mismo como modélica en relación a la cuestión étnica en países como los andinos; o qué dinámicas acarreará en unas bases indígenas pauperizadas y permeadas por la lógica del proyectismo que tan eficientemente encarnaba, como veremos, PRODEPINE?), la cuestión es que esta decisión nos sitúa ante la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza profunda del Proyecto, sobre los resultados obtenidos en su primera fase de funcionamiento (de 1998 a 2004), sobre su engarce en lo que podríamos calificar como el modelo cultural del neoliberalismo para los pueblos indígenas y, por qué no, desde una perspectiva general, sobre lo que representaba desde el punto de vista de la cristalización histórica de dos vectores controvertidos y explícitamente indisociables, al menos desde la década de los cincuenta de la pasada centuria: desarrollo y poder. Propongo comenzar la reflexión por el final para ir deshilando la madeja, de lo general a lo concreto.

Desarrollo y poder: reflexiones introductorias

Parto en este texto de la noción de desarrollo entendida como un discurso y una praxis asociada a él, siguiendo los sugerentes planteamientos de autores como Arturo Escobar (1999) o Gilbert Rist (2002). Nos hallamos, en cierto sentido, ante una creencia quasi religiosa (Rist dixit): el dogma de que todos pueden llegar a ser como los presuntos de­sarrolla­dos (que son quienes originalmente lanzan el discurso); una creencia, por cierto, que se traduce en un conjunto de prácticas –a menudo contrapuestas las unas con las otras– orientadas a alcanzar tan quimérica meta (quimérica por insostenible e inasumible). Es un discurso que, desde mediado el siglo XX, domina la dicotomía entre el sujeto nosotros (occidentales) y el objeto ellos (los otros). Si a lo largo de su historia, en efecto, Occidente ha conceptualizado a los no-occidentales como bárbaros (antigüedad clásica), paganos (expansión europea del XVI), salvajes (pensamiento ilustrado) o primitivos (evolucionismo y colonialismo decimonónicos) (Bestard y Contreras 1987), tras la Segunda Guerra Mundial la última y más sofisticada clasificación dicotómica se articulará (exitosamente) alrededor de la noción de desarrollo: desarrollados / subdesarrollados, modernos / tradicionales, avanzados / atrasados (o emergentes, según el momento de la formulación), Primer Mundo versus Tercer Mundo, Norte frente a Sur.

La entronización a escala planetaria de ese discurso ha tenido unas consecuencias trascendentales sobre la dinámica de las relaciones entre pueblos y países. Señalaré nada más las que me parecen más remarcables a los efectos de este ensayo. Ha convertido, en primer lugar, a la solidaridad en un imperativo moral (los desarrollados tienen la obligación ética y moral de ayudar a los subdesarrollados a desarrollarse), justificando de esta manera la intromisión, en nombre del fomento del desarrollo, de unos países hegemónicos en los procesos sociales y económicos de otros periféricos. Ha generado, en base a ello, un gigantesco mercado de la solidaridad –o de la compasión, como en su día planteara David Sogge (1998)– cuyos clientes (los beneficiarios) son los subdesarrollados, tradicionales, atrasados o emergentes del Sur que deben (y quieren y anhelan) de­sarrollarse y modernizarse. Ha conseguido colonizar, pues, los imaginarios colectivos de su objeto de intervención (las poblaciones ubicadas al otro lado de la línea del desarrollo y por lo tanto desarrollables). Ha permitido articular, finalmente, un complejo entramado institucional (el aparato del desarrollo) que genera modelos teóricos y líneas prácticas de intervención, orientando, canalizando, financiando y evaluando el proceso dialéctico de acción-reacción-cambio por él mismo estimulado.

Merece la pena detenerse en este punto para reflexionar sobre las características del aparato del desarrollo. Se trata, para empezar, de un entramado vastísimo, tremendamente heterogéneo, muy fragmentado y descentralizado: abarca desde organismos multilaterales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional hasta las más modestas Organizaciones No gubernamentales (ONG), pasando por todas las agencias estatales de cooperación. Con el advenimiento del desarrollo como meta-discurso dominante, teleológico e incontestable, dicho entramado se ha transformado en una herramienta de intervención pacífica (no por humanitariadesinteresada o altruista menos intervencionista) privilegiada de las sociedades del Norte sobre las del Sur: no en vano la relación entre donantes y beneficiarios es, siempre por definición, una relación de poder entre quien da y quien recibe, entre quien es portavoz de la buena nueva del desarrollo y quien es receptor de esa semilla de futuro (Sogge 2004). Aquí me parece conveniente traer a colación las reflexiones de Eas­terly (2002) sobre su funcionamiento, al que define con ironía como similar al de un cartel, “el cartel de las buenas intenciones”. En su opinión, cada una de las grandes agencias de desarrollo actúa en su es­fera como un pequeño monopolio; de la convergencia de intereses y orientaciones entre esos monopolios surge el car­tel, que fija en última instancia las directrices –las modas, los para­digmas en su versión final– que van a circunscribir el modus operandi del conjunto del entramado institucional del desarrollo. En ese armazón destaca el papel preponderante del Banco Mundial, sobre todo en los últimos treinta años, no tanto por la cantidad de recursos directamente invertidos por él en proyectos de de­sarrollo, como por el rol que tiene en la destilación de las modas; modas que, una vez ben­decidas por la institución, van a permear y “marcar estilo” en todos y cada uno de los niveles que componen el aparato del desarrollo2.

Vayamos ahora juntando las piezas sueltas de este complejo mosaico y visualizando la imagen final. Si resulta que eso que convencional y coloquialmente llamamos desarrollo es, en buena parte, un discurso ideológico que, apelando a un imposible, ha legitimado (y lo sigue haciendo) la espiral capitalista durante el último medio siglo y si, por otra parte, las modas y los discursos manejados por sus ejecutores institucionales (con el Banco Mundial a la cabeza) están más orientados hacia el mantenimiento del status quo a escala planetaria que hacia una hipotética mejora substancial de las condiciones de vida de los sectores sociales más desposeídos, la conclusión parece obvia: que los sucesivos modelos ensayados en el Sur en materia de desarrollo tienen más que ver con el poder (con el poder con mayúsculas) y la perpetuación de la(s) subordinación(es) ad infinitum que con la imagen edulcorada y laicizada de la caridad cristiana con que nos los presentan los media. Desde ese punto de vista estimo que hay que interpretar la apuesta del Banco Mundial por PRODEPINE como “buque insignia” de su interés por el bienestar y el desarrollo de los pueblos indígenas de las Américas.

El proyecto cultural del neoliberalismo y los pueblos indígenas

Desde la primera mitad de los años noventa, el Banco Mundial ha mostrado una atención renovada por los pueblos indígenas, en consonancia con eventos tan remarcables como la declaración en Naciones Unidas de la Década dedicada a esos colectivos o la concesión del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú en 1992. Sin duda que la conmemoración del polémico Quinto Centenario también sirvió de catalizador, tanto para el relanzamiento de las plataformas de reivindicación étnica, como para ir perfilando respuestas ad hoc por parte del aparato del desarrollo y, cómo no, de los gobiernos implicados. No es que éstos últimos no hubieran prestado atención a la cuestión indígena con anterioridad, sino que más bien, a partir de esa particular coyuntura histórica, van a hacerse sensibles a algunas de las nuevas reivindicaciones planteadas desde las organizaciones indias: básicamente a las de carácter cultural, tales como el derecho a la diferencia y el reconocimiento, como corolario de éste, de la pluriculturalidad de los estados nacionales o el relanzamiento de programas de educación intercultural bilingüe. Otras demandas, relacionadas con la autonomía, la territorialidad o el acceso y manejo de los recursos naturales van a quedar, según los países y sus respectivas correlaciones de fuerzas, más o menos bastardeadas “en una amplia gama de regímenes legales y nuevos modos de relación institucional entre estados y pueblos indígenas, por cierto con mucho de retórica y variable eficacia” (Toledo 2005, 71). En cualquier caso, lo que sí es definitivo es el parteaguas que la nueva etapa ha supuesto para con el criticado (y desgastado) modelo indigenista e integracionista implementado como política de Estado (en el mejor de los casos) a lo largo y ancho de la región desde la década de 19403.

Han proliferado así, en los últimos años, declaraciones de principios claras e inequívocas del interés por el potencial que, desde la óptica del desarrollo, encierran las culturas indígenas, justamente aquellas que eran consideradas por activa o por pasiva, en el tiempo dorado del indigenismo, como rémoras que impedían la modernización de amplios sectores de la población rural latinoamericana. Valga como muestra de ese giro de ciento ochenta grados la siguiente declaración de principios, aparecida en la mismísima página web del Banco Mundial:

Recientemente ha surgido una nueva visión en América Latina que se sustenta en las cualidades positivas de las culturas y sociedades indígenas. El Banco Mundial trabaja para promover la participación y la inclusión de los pueblos indígenas de la región de América Latina y el Caribe en un proceso de desarrollo sostenible cuyos principales objetivos son: Reducir la pobreza y promover el desarrollo sostenible; Formar capacidades para el autodesarrollo entre los pueblos indígenas; Fortalecer y mejorar los marcos institucionales y normativos; Demostrar el importante papel que desempeñan los pueblos indígenas en el manejo de ecosistemas frágiles y en la conservación de la biodiversidad; Difundir la experiencia adquirida. Estos objetivos se persiguen garantizando a la vez que el proceso de desarrollo fomente el respeto pleno a la dignidad, los derechos humanos y la cultura de los pueblos indígenas4 (Resaltado en el original).

¿Cómo no compartir tan nobles objetivos en pos de la dignidad, de la tolerancia y, en última instancia, del desarrollo sostenible en un mundo plural? Es justamente en ese marco relacional de (aparente) respeto por los pueblos y nacionalidades indígenas donde surgió PRODEPINE como una experiencia pionera en América Latina. Antes de entrar de lleno en los claroscuros que presenta su trayectoria, con todo, se me antoja pertinente intentar responder a dos interrogantes fundamentales: por qué el Banco Mundial, los gobiernos nacionales de la región y las demás instancias conformadoras del aparato del desarrollo se fueron mostrando receptivos ante una parte –y subrayo lo de una parte– de las demandas indias; y por qué el Banco Mundial eligió al Ecuador como el país más indicado para experimentar, ya al final de la década, el más innovador de los proyectos destilados en el magma de la alteridad cultural y la moda del desarrollo con identidad. Creo que hay una serie de circunstancias y de procesos convergentes que ayudan a arrojar una luz sobre estas cuestiones.

Conviene no olvidar, para empezar, que la apertura y sensibilidad hacia las demandas étnicas constituye una respuesta al vigor y a la capacidad de movilización demostrada por las organizaciones indígenas ya plenamente establecidas al inicio de los noventas. Como ha puesto de manifiesto Pablo Dávalos, la emergencia de éstas “se produce en momentos en los que el bloque socialista se derrumba, se registra una derrota estratégica de la clase obrera, se da el surgimiento del pensamiento postmoderno y la consolidación de las políticas neoliberales del Estado mínimo, al tiempo que Estados Unidos se consolida como la única potencia hegemónica” (2005, 28). Es decir, que la aparición en escena de esos nuevos movimientos indianistas como actores políticos recurrentes se da paralelamente al colapso del desarrollismo estatalista de viejo cuño, bajo la égida de los preceptos del Consenso de Washington y en un marco en el que la izquierda está atravesando acaso la crisis más profunda de su historia. La cuestión es que, definitivamente, cuando parecía que el ajuste neoliberal podía implementarse sin mayores oposiciones articuladas, en casos emblemáticos –y el Ecuador es uno de ellos– las grandes organizaciones indígenas adquirieron una enorme capacidad de movilización (y de interlocución con los poderes públicos), en la medida en que pudieron aglutinar una parte importante del descontento popular generado ante el alto impacto social de ese ajuste. De un modo sorpresivo y relativamente rápido, la indianidad irrumpió como un vector político de capital importancia, contradiciendo así todos los pronósticos emanados durante décadas de la economía del desarrollo y de la teoría indigenista. En esta línea, el discurso indianista contemporáneo puede entenderse como derivado en última instancia de las presiones que la globalización ultraneoliberal ejerce sobre las condiciones de supervivencia de los sectores subalternos (de una parte de ellos), pues no parece casual que la construcción étnica (parto, obviamente, de una visión construccionista y poliédrica de las identidades) emerja asociada a formas de protesta social y de contenido anti-neoliberal (o al menos anti-ajuste)5.

Desde mi punto de vista, hay dos grandes hitos a escala continental que ilustran la fuerza adquirida en ese tiempo por las organizaciones indígenas. Uno es el segundo gran levantamiento auspiciado por la CONAIE en Ecuador, el de 1994: fruto de una cadena de movilizaciones iniciadas en 1990 (año del primer levantamiento) y suceso fundamental al obligar al mismo Presidente de la República a negociar con los dirigentes indígenas el contenido ni más ni menos que de la nueva Ley Agraria, una pieza clave desde todos los puntos de vista en el engranaje jurídico neoliberal6. El otro es la insurrección neo-zapatista en el estado mexicano de Chiapas, que súbitamente mostró al mundo los límites y las contradicciones de la política salinista en la implementación aplicada de la ortodoxia fondomonetarista. En uno y otro caso se evidenciaba de qué manera variables consideradas desde el dogma neoliberal como meras “externalidades” al modelo –los costos sociales– podían llegar a convertirse en verdaderas “internalidades” capaces de dificultar la consolidación y desarrollo libre y sin trabas de los designios del mercado. Se imponía pues una reconsideración –un cierto replanteamiento de algunos “flecos” del modelo– que permitieran, de alguna manera, neutralizar o reconducir a dichas plataformas organizativas hacia derroteros no incompatibles con las metas, siempre en nombre del desarrollo, a que los responsables políticos decían querer orientar a las maltrechas economías latinoamericanas.

Hay que tener presente además que la insistencia del Banco Mundial por priorizar líneas de intervención sobre los pueblos indígenas coincide –y encaja– con el espíritu del llamado Post-Consenso de Washington. Entre 1995 y 2005, durante el mandato de James Wolfensohn al frente de la institución, parece que se “tomó conciencia” al interior de la misma de que la rigidez emanada del Consenso –y plasmada en los planes de ajuste estructural– no estaba dando todos los frutos esperados (en términos de reducción de la exclusión y la pobreza) y se introdujeron algunos reajustes en la dinámica, el funcionamiento y las directrices del aparato del desarrollo7. Se apuntó –al menos en el caso ecuatoriano así fue– una preferencia por la interacción directa entre las agencias multilaterales y las organizaciones de beneficiarios, prescindiendo de otros intermediarios siempre que fuera posible8. Se trató, en última instancia, de buscar vías de consecución de una suerte de desarrollo con rostro humano; vías alternativas, eso sí, fuera de cualquier tipo de cuestionamiento del núcleo duro del modelo hegemónico. Es precisamente de la mano del Post-Consenso que se publicitaron desde el Banco nuevos paradigmas (nuevas modas, en definitiva) de intervención, de entre las cuales dos son remarcables para el tema que nos ocupa: el del capital social y, relacionado con él, el del etnodesarrollo o desarrollo con identidad. De esa mixtura nació PRODEPINE como experimento emblemático para el conjunto de América Latina.

Siguiendo la senda abierta por el Banco Mundial9, y más allá del debate académico suscitado en torno a la naturaleza y viabilidad analítica del concepto de capital social10, las agencias de desarrollo han focalizado su atención en una determinada acepción: aquélla que vincula la presencia (y calidad) de capital social con la existencia de organizaciones populares de diversa índole, capaces de facilitar a los sectores subalternos del Sur la acción colectiva en pos de intereses comunes. El apoyo e inducción de esas formas organizativas –capital social estructural, en la literatura especializada– se considera como una estrategia plausible para incrementar el grado de empoderamiento (empowerment)e incentivar el protagonismo de los individuos y las colectividades en sus propios procesos de cambio. El Banco Mundial optó por esa conceptualización de capital social, catapultándola como paradigma innovador en materia de desarrollo. Esa decisión era totalmente coherente con la filosofía del Post-Consenso de Washington en la búsqueda de mecanismos que, sin contradecir en lo esencial el meollo de la globalización neoliberal, dieran un barniz social a sus intervenciones. Es importante señalar la trascendencia del rumbo elegido, puesto que ha marcado estilo y está en la base del éxito que el capital social ha adquirido, por ejemplo, en el mundo de los proyectos desempeñados por todas las agencias importantes –públicas y privadas– en el medio rural.

En el caso de los países andinos, y muy especialmente en el del Ecuador, eso se tradujo en un énfasis por el fortalecimiento de las organizaciones de segundo grado indígeno-campesinas (OSG), pues se consideró que estas federaciones condensaban de algún modo el capital social existente en las organizaciones de base que las conforman (comunidades campesinas, cooperativas o asociaciones de productores). PRODEPINE se constituyó, en ese sentido, como un macro-experimento a escala continental de hasta dónde se podía llegar por esta vía. La idea era que fueran las OSG capaces, en un ejercicio genuino de empoderamiento, de priorizar sus necesidades y ejecutar los proyectos preceptivos emanados de un autodiagnóstico previo. En un sentido contrario, y retóricas aparte, mi tesis al respecto es que la puesta en funcionamiento de PRODEPINE pretendía poner a prueba el potencial de los nuevos paradigmas del desarrollo de cara a encauzar las demandas del conjunto del edificio organizativo indígena en una senda políticamente correcta: de lo que se trataba, en definitiva, es de que la entrega a las organizaciones indígenas de todo un arsenal de recursos y proyectos contribuyera a centrar el debate en unos términos compatibles con la lógica con que se aplica el modelo neoliberal en América Latina.

Le elección de Ecuador como laboratorio vino determinada en buena parte por la presencia en el país de uno de los movimientos indígenas más fuertes de la región, compuesto por diferentes pisos organizativos: organizaciones de base, de segundo grado –el nivel predilecto del aparato del desarrollo–, de tercer y cuarto grado (provinciales y regionales, respectivamente), hasta llegar a las grandes federaciones de la Costa, la Sierra y la Amazonía que componen la columna vertebral de la CONAIE. De hecho, a partir del arranque de PRODEPINE, ya se comenzaron a replicar –bien que a pequeña escala– iniciativas similares en Perú, Argentina, Guatemala y Bolivia11. PRODEPINE, por lo tanto, nació con voluntad de reproducirse en otros escenarios caracterizados por la presencia de importantes contingentes de población indígena y/o de plataformas consolidadas de representación étnica. Constituye, de hecho, una de las concreciones de la compleja respuesta que, desde el proyecto cultural del neoliberalismo del Post-Consenso de Washington, se ha ido articulando para enfrentar la amenaza planteada por el desafío de los pueblos y nacionalidades indígenas. Una respuesta que, en resumidas cuentas, está corriendo en una triple dirección:

  1. Asumir y apoyar –incluso a través de modificaciones constitucionales– determinadas demandas de carácter cultural (derechos de los pueblos y nacionalidades al reconocimiento y visualización de su diferencia).
  2. Dejar en un segundo plano (o simplemente negligir) todos aquellos planteamientos alternativos que pusieran en entredicho la lógica del modelo de acumulación del capitalismo neoliberal del cambio de siglo.
  3. En paralelo, profundizar en la vía asistencialista (proyectista) de intervención sobre las comunidades. Esa vía proyectista, dominante en el medio en las últimas dos décadas, presenta la virtud aparente (más cosmética que real) de amortiguar el costo social del modelo neoliberal (una “lucha contra la pobreza” inacabable y reiterada sin descanso por todos los organismos de desarrollo); al tiempo que, convenientemente manejado, puede permitir encauzar (¿domesticar?) las expectativas de las dirigencias indias (y de sus bases) hacia el único espacio posible de negociación: el número y el monto de los proyectos concretos a implementar.

Son ya numerosos los trabajos que apuntan en este sentido. Willem Assies (2001), por ejemplo, nos recuerda de qué manera el neoliberalismo va más allá de las políticas económicas y de la re­forma del Estado, incluyendo todo un proyecto cultural pro­pio. Es útil insistir en cómo éste se ha traducido, al menos en América Latina, en la legalización de algunos de­rechos culturales de las minorías étnicas –los que no ponían en entredicho, insisto en ello, el patrón de acumulación– y en el rechazo tajante (pero sibilino) del res­to12. De hecho, la inclinación del Banco Mundial hacia las virtudes de las culturas indígenas tiene que ver con el talón de Aquiles que las demandas étnicas presentaban en su combate desigual contra el neoliberalismo periférico: su susceptibilidad de ser esencializadas, desvinculadas de los componentes puramente clasistas y, una vez segregadas de éstos, impulsadas y catapultadas –a través de la asunción de algunos aspectos de la ciudadanía étnica– como herramienta funcional y maleable en el desarrollo del propio neoliberalismo en un escenario en el que éste se considera de facto inevitable. De este modo, la proliferación de discursos y corrientes oficialistas de talante etnopopulista está en la base del ascenso –a menudo a través de la cooptación de líderes e intelectuales– de una praxis cotidiana de ese multiculturalismo sui generis para el que, como apunta Héctor Díaz Polanco (2005, 62), “el problema de la discriminación y exclusión desplaza el problema de la explotación y la desigualdad socioeconómica o la coloca en un plano muy secundario”. De ahí el éxito del afianzamiento de un nuevo entramado interventor adecuado al signo de los tiempos de la globalización que, ideado en buena parte en el Banco Mundial, va a fomentar, parafraseando a Víctor Toledo (2005, 73), el surgimiento de policy-makers indigenistas, promoviendo meta-retóricas pseudocientíficas sobre el desarrollo –desde el capital social hasta el etnodesarrollo– que disputan, desvirtúan y adulteran –yo añadiría que con bastantes buenos resultados– el discurso de los derechos indígenas. Ahí se ubica PRODEPINE, hasta la fecha el engendro más sofisticado y complejo elaborado a la sombra de este neo-indigenismo etnófago.

La experiencia PRODEPINE en los Andes del Ecuador

Sin lugar a dudas, PRODEPINE nació con la voluntad de convertirse en una de las iniciativas de desarrollo rural más ambiciosas y mejor dotadas presupuestariamente del Ecuador13. Como se insinuó más arriba, su novedad estriba especialmente en su orientación autogestionaria, limitándose a financiar y asesorar a las OSG para que controlasen y supervisasen las actuaciones sobre el territorio: se perseguía, en última instancia, que esas plataformas de representación fueran capaces de priorizar las necesidades de sus comunidades filiales, de establecer perfiles de acción e incluso de contratar al personal técnico conveniente, siempre con el asesoramiento y acompañamiento de la infraestructura burocrático-administrativa del Proyecto; infraestructura constituida con la finalidad de poner al alcance de esas OSG –y de sus dirigencias locales, no lo olvidemos– los recursos necesarios para asumir las acciones requeridas por unos planes de desarrollo local (210 en total, habitualmente de ámbito parroquial) emanados a su vez de los diag­nósticos participativos preliminares (Larreamendy y Uquillas 2001).
 
PRODEPINE se diseñó en torno a cuatro grandes componentes: el de “fortalecimiento a las nacionalidades, pueblos y organizaciones”, que pretendía ayudar a las OSG en lo referente a la planificación participativa, la formación de equipos técnicos propios, la recuperación del patrimonio cultural y la incorporación del enfoque de género en su quehacer; el de tierras y aguas, orientado hacia la “titulación y legalización de los derechos de tenencia de la tierra en áreas productivas, forestales y de posición ancestral”; el de inversiones rurales, traducido en la ejecución de subproyectos de desarrollo rural; y el de fortalecimiento –por medio de la capacitación de personal o de la adquisición de bienes y equipos– del Consejo de Desarrollo de las Nacionalidades y Pueblos del Ecuador (CODENPE), el organismo estatal encargado de coordinar las políticas dirigidas al sector indígena y, en base a ello, la carcasa institucional en donde se ubicaba PRODEPINE, pues éste formaba parte institucional del propio Estado (PRODEPINE 2002, 3). De esos componentes he privilegiado el análisis de las inversiones rurales (los subproyectos) por constituir el rubro más caro de todo el paquete PRODEPINE (son cerca de doce millones de dólares), el más manejable desde las OSG y, en teoría, el elemento más importante de cara a garantizar su fortalecimiento, tal y como se reconoce explícitamente en todos los justificativos de la filosofía global del Proyecto14. Debo aclarar, con todo, que circunscribí el estudio al área andina, a modo de muestra, y que, por lo tanto, las reflexiones a que me condujo la investigación son únicamente indicativas del sentido de PRODEPINE para las comunidades indígeno-campesinas y las organizaciones de segundo grado filiales del ECUARUNARI (en el caso de la CONAIE) de la FENOCIN, y de la FEINE15.

Hay que remarcar, de entrada, que PRODEPINE significó en los Andes la implementación de 379 subproyectos específicos ejecutados a través de 121 organizaciones indígenas (107 de las cuales eran OSG y el resto de tercer grado) y la inversión directa de 7.312.871 dólares. De esos recursos inyectados, el rubro más importante, con el 51,7% del total, fue a parar a intervenciones en infraestructura productiva (del tipo sistemas de riego, invernaderos, cultivos agroindustriales, empedrado de caminos o puentes y granjas); seguido por el 35,1% de los recursos de los proyectos en infraestructura social (agua para consumo humano, aulas y comedores o albergues, centros infantiles, centros de desarrollo comunitario, dispensarios médicos, alcantarillado, baterías sanitarias o electricidad); y, a mucha distancia, por el 11,9% invertido en proyectos de manejo ambiental sostenible, el 1,1% en capacitación y asistencia técnica y el 0,3% en conservación del patrimonio cultural. Una primera conclusión se puede extraer de la lectura de estos datos, y es que, al margen de los discursos culturalistas con que se anuncia, PRODEPINE se ha orientado a fortalecer principalmente iniciativas inspiradas en las líneas más convencionales y clásicas del desarrollo rural, dejando realizaciones de corte alternativo relacionadas con la sostenibilidad, la agroecología o el relanzamiento de los valores culturales autóctonos poco menos que a la categoría de notas a pie de página. Un dato, en fin, que nos sitúa en la pista del continuismo de un macro-Proyecto que, más que otra cosa, lo que sí ha hecho es profundizar la vía desarrollista impulsada en los últimos cuarenta años por prácticamente todas las agencias de desarrollo que han operado en el medio rural andino.

Más allá de las grandes cifras y sin ánimo de entrar a polemizar con las complacientes evaluaciones que desde el propio entorno del Banco Mundial se han realizado sobre PRODEPINE16, sí quisiera plantear someramente las cuatro líneas de interpretación a que me condujo su análisis; líneas que quedan abiertas al debate y que, sobre todo, me parecen relevantes en la medida en que permiten ubicar mejor esta iniciativa en los intersticios del proyecto cultural del neoliberalismo y advertir de cómo este último está permeando –colonizando, podríamos decir– todo el entramado institucional del desarrollo. Paso pues a enumerar sintéticamente dichas líneas para, a continuación y a modo de conclusión, esbozar algunas de las implicaciones de su rechazo de cara al devenir político de los pueblos y nacionalidades indígenas.

 


Notas

[1] Universidad de Lleida (España) Investigador Asociado a FLACSO / sede Ecuador

[2]  Es necesario no olvidar, con todo, la naturaleza compleja y heterogénea del Banco Mundial. Una cosa es su papel como generador de conocimiento –importante y fiel a los cánones académicos (ver Bebbington, Guggenheim, Olson y Woolcock 2004)–; otra cosa es, a partir de ese proceso, su función (de carácter político) como constructor de discursos de hegemonía; y otra es, vinculada con ésta, la elección y priorización (decisión también política) de unas líneas de actuación e intervención de entre un elenco de alternativas. Todo ello, naturalmente, en nombre del desarrollo y velando a la vez por la preservación de los principios motrices del modelo económico predominante.

[3]  En Ecuador podrían diferenciarse, al menos, tres orientaciones indigenistas con resultados también distintos en sus metodologías y resultados. Me refiero al indigenismo oficial derivado del Primer Congreso Indigenista Interamericano de 1940 (Pátzcuaro, México), en cuya declaración final se explicitaba la importancia de las medidas gubernamentales para rescatar “los valores positivos” de la “personalidad histórica y cultural” de los pueblos indígenas, “con el fin de facilitar su elevación económica y la asimilación y el aprovechamiento de los recursos de la técnica moderna y de la cultura universal”, poco remarcable en el caso ecuatoriano; al indigenismo encarnado en la Misión Andina del Ecuador, también heredero de las consignas de Pátzcuaro pero con un perfil más tecnocrático (nació a instancias de la Organización Internacional del Trabajo) y muy vinculado, a través del Instituto Indigenista Interamericano, con la antropología aplicada de la época; y a la praxis indigenista-campesinista, esta sí bastante alejada de los modelos más clásicos, impulsada por los sectores progresistas de la Iglesia Católica alrededor de la Diócesis de Riobamba en los tiempos de Monseñor Proaño (Cf. Bretón 2001).

[4]  Http://lnweb18.worldbank.org Lectura realizada el 1 de junio de 2005.

[5]  Buenos ejemplos los encontramos, además de en los Andes ecuatorianos (Zamosc 1994), en Bolivia (Viola 2001), en Guatemala (Palenzuela 1999) o en México (Díaz Polanco 1997).

[6]  A pesar de que los resultados de esa negociación fueron claramente favorables a los postulados del Gobierno y de las cámaras de productores (Bretón 1997, cuadro 14), lo que quiero enfatizar es el hecho de que fuera indispensable sentarse a negociar, prueba inequívoca de la fortaleza de que gozaba entonces la CONAIE: la Ley Agraria, como ya había sucedido en México (1992) y Perú (1993) o como sucedería con posterioridad en Bolivia (1996), marcaba el punto y final definitivo a la posibilidad de reavivar la reforma agraria, al tiempo que ponía las bases –vía desprotección jurídica de las tierras de las comunidades campesinas– de la articulación de un mercado de tierras adecuado a la apertura económica y comercial.

[7]  En esta nueva etapa, la opinión de economistas como Joseph Stiglitz –Senior Vice President y Chief Economist del Banco entre febrero de 1997 y febrero de 2000– sobre las imperfecciones de los mercados y la pobreza de las instituciones para resolverlas características de las economías en desarrollo, condujeron a la consolidación del Post-Consenso de Washington: un estado de opinión en virtud del cual ambas variables (mercados e instituciones) deben ser objetivos de las políticas económicas; unas políticas en apariencia menos extremas para con el Estado como las que se derivaron del Consenso de Washington y cuyos resultados sociales y políticos dan cuenta precisamente del giro social de la era Wolfensohn / Stiglitz. A pesar de que los planteamientos de Stiglitz  eran demasiado “radicales” para los intereses reales del Banco (fue inducido a dimitir de su puesto en esa institución), la retórica del Post-Consenso de Washington y su peculiar aproximación a la economía del desarrollo han sobrevivido. Sobre estos temas resultan de enorme interés las críticas de Ben Fine (2001), así como el volumen colectivo de ese mismo autor con Lapavitsas y Pincus (2001).

[8]  Intermediarios que, como las ONG, habían sido funcionales y operativos en las primeras etapas del ajuste, en la década de 1980 y primeros años noventas. Volveré sobre este aspecto más adelante.

[9]  Ver, por ejemplo, la serie de working papers producidos por la Social Capital Initiative del Banco Mundial, consultable a través de su página web. Me parece especialmente remarcable el último número (Grootaert y Van Bastelaer 2001), por constituir un conjunto de recomendaciones teóricas y prácticas. La finalidad de esa línea de trabajo fue, de hecho, analizar las potencialidades del capital social, así como perfilar metodologías que permitieran cuantificar su densidad y medir su impacto sobre el bienestar de los actores sociales.

[10]  Como aproximación al tema, resulta útil echar un vistazo a las ponencias compiladas en CEPAL (2003).

[11]  En internet se puede consultar parte de la documentación de algunas de estas réplicas. De entre ellas, me parecen destacables, por ubicarse en la región andina, el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Afro-Peruanos (Indigenous and Afro-Peruvian Peoples Development Project), operativo entre 2000 y 2004, y el proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas de Bolivia (Indigenous Peoples Development Project), iniciado en 2001 y abierto hasta finales de agosto de 2005. En ambos casos la declaración de intenciones, la metodología y el diseño responden al espíritu de su homólogo ecuatoriano. La principal diferencia es que mientras éste contaba con una financiación cercana a los cincuenta millones de dólares, el costo de los otros era sensiblemente inferior: seis millones y medio el peruano y cinco el boliviano, unos montos que acentúan más su perfil como “réplicas experimentales” del original PRODEPINE. Ver http://web.worldbank.org/external/projects (lectura realizada en junio de 2005).

[12] Resulta interesante en este sentido la investigación de Charles R. Hale (2003) sobre el movimiento indígena guatemalteco, centrado en las relaciones recíprocas que se pueden constatar, a lo largo de la década de los noventas, entre la consolidación de las organizaciones (neo)mayas y el apogeo del neoliberalismo como alma mater de la actuación del Estado y los poderes públicos, lo que lleva al autor a definir dichas relaciones como una suerte de multiculturalismo neoliberal.

[13]  En 1999 sus fondos incluían 25 millones de dólares aportados por el Banco Mundial y 15 por el Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola, ambas partidas a cuenta de la deuda externa ecuatoriana, más una cuota de 10 millones desembolsada por el Estado y, en mucha menor cuantía, por las organizaciones indígenas beneficiarias (habitualmente en forma de trabajo comunitario para ejecutar obras).

[14]  Los resultados de mi investigación sobre PRODEPINE han visto la luz en dos publicaciones, una más sintética (Bretón 2005) y otra más extensa (2005b). En ellas el lector interesado encontrará todo el material empírico convenientemente expuesto y tabulado (con más generosidad en la segunda que en la primera). Dado que lo que pretendo en este artículo es incidir sobre las líneas argumentales sugeridas por el análisis cuantitativo, he prescindido del aparato estadístico para centrarme en los aspectos más discursivos de la primera fase de PRODEPINE.

[15]  El ECUARUNARI (Ecuador Runacunapac Riccharimui / Amanecer del Indio Ecuatoriano), la gran organización histórica de la sierra ecuatoriana, constituye en muchos sentidos la médula espinal de la CONAIE. Asimismo, y aunque la CONAIE es sin duda la organización más representativa a nivel nacional, conviene tener presente que no es la única que opera en el país. Junto a ella coexiste la FENOCIN (Federación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indias y Negras del Ecuador), con un discurso más clasista que la CONAIE y la FEINE (Federación Nacional de Indígenas Evangélicos del Ecuador), coordinadora de organizaciones evangélicas.

[16]  La abundancia de los recursos invertidos –en relación, naturalmente, a lo que es habitual en Ecuador– da cuenta de la imagen positiva que produjo PRODEPINE entre sus defensores. Téngase presente, por ejemplo, que sólo en recursos humanos, “para mediados del 2002, 1.080 estudiantes de secundaria y 850 estudiantes de nivel superior habían recibido becas por parte del proyecto, 77 personas (…) cursos de riego, conservación de suelos, agro forestería y otros temas, y 496 hombres y mujeres jóvenes se habían beneficiado de un pro­grama de pasantías en agroecología” (Uquillas 2002, 11). Al cierre del Proyecto se habían titularizado 252.000 hectá­reas de “tierras ancestrales” (Banco Mundial 2003, 72), al tiempo que las entidades ejecutoras de PRODEPINE habían ascendido a 241, 208 de las cuales eran OSG (Uquillas 2002, 16). La evaluación realizada sobre la base de esas 241 organiza­ciones detectó un incremento en su capacidad organizativa gracias al devenir de PRODEPINE; constatación basada en el análisis de variables tales como recursos humanos y li­derazgo, capacidad de gestión, cultura organizativa y resolución de conflictos (Larrea, Cobo, García y Hernández 2002).


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